Por Juan Domingo Argüelles
En octubre de 2008, en la Feria del Libro de Francfort, en Alemania, los especialistas y expertos vaticinaron que, en diez años, el libro electrónico acabaría con el libro físico. Ya transcurrió esa década y los profetas fracasaron –deberán buscar otra profesión. El libro en papel no sólo no ha desaparecido, sino que recobra fuerza frente al e-book, cuya producción oscila entre un tres y un veinte por ciento, algo realmente marginal en todo el mundo, porque, como ha señalado Carmen Ospina, de Penguin Random House (El País, 14/x/2018), “el e-book no ha mejorado la experiencia lectora, no ha aportado nada más allá de la compra inmediata”.
Sin satanizar a las tecnologías de información y comunicación (tic), es necesario decir la verdad en relación con ellas luego de que se han ido extendiendo y adentrando en el mundo, acompañadas del discurso del mayor beneficio intelectual y cultural y el menor daño para el planeta. Pasada la euforia, y asentados en la realidad, hoy sabemos que los libros en papel son menos contaminantes, más durables y más fácilmente reciclables que los dispositivos digitales en particular, e internet en su conjunto. Que todavía los gobiernos y las empresas (en muchas ocasiones con auxilio de la academia y de los intelectuales) se empeñen en mantener en su discurso la cualidad “inocua” de las tic tiene que ver más con negocio, con dinero y con ideología que con ciencia y con conciencia.
Ni satanizar a las tic ni angelizar al libro en papel, pero sí reflexionar sobre la parte de responsabilidad que nos toca en estos usos. El ámbito de la academia tiene la influencia de la autoridad intelectual capaz de oponerse, en alguna medida (al menos, para crear conciencia) a la algarabía de la ideología de internet por motivos puramente económicos. Sabemos cuán útiles son las tecnologías digitales, pero evitemos el optimismo irresponsable y digamos algo, más allá de nuestra comodidad digital, sobre la importancia que aún tiene lo analógico. Alberto Manguel lo ha hecho en muchas ocasiones, pero la claridad con que expone sus argumentos en el ensayo Cómo Pinocho aprendió a leer es digna de tomarse en cuenta. Escribió:
El presupuesto asignado a la educación es el primero que se reduce; la mayoría de nuestros gobernantes apenas saben leer; nuestros valores nacionales son puramente económicos. Se elogia de la boca para afuera el concepto de alfabetización y los libros se celebran en actos oficiales, pero, de hecho, en las escuelas y en las universidades, por ejemplo, la ayuda financiera de la que se dispone es altamente insuficiente. Además, en la mayor parte de los casos, ésta se invierte más en equipos electrónicos (gracias a una feroz presión de la industria) que en la letra impresa, con la excusa voluntariamente errónea de que el soporte electrónico es más barato y más perdurable que el papel y la tinta. Como consecuencia, las bibliotecas de nuestros centros de estudio están perdiendo rápido un terreno esencial. Nuestras leyes económicas favorecen el continente en lugar del contenido, ya que aquél puede comercializarse de una manera más productiva y parece más seductor. Para vender tecnología electrónica, nuestras sociedades publicitan sus dos características principales: rapidez e inmediatez.
Modernidad digital: inmediatismo, rapidez y otros (falsos) ideales
La modernidad digital, desde los intereses económicos, nos ha impuesto estas dos características como ideales en una sociedad que todavía vive tensionada por dicha presión. Sí deseamos rapidez, pero no a cualquier costo. Jordi Nadal, en Libros o velocidad, pone un poco de mesura en nuestras ambiciones contradictorias y nos avisa sobre lo siguiente:
Cuanta más velocidad, cuanta más superficie se cubre, menos profundo. La velocidad pero también la lentitud son precisas a este mundo. Las cosas buenas, sólidas, solventes, son intemporales. Y hablan, siempre, de nosotros. [...] El mejor pensamiento no es siempre sólo el más veloz, sino el más hábil, profundo, capaz de ver más y mejor, más matices y detalles.
En El culto a la información: El folklore de los ordenadores y el verdadero arte de pensar (1986), Theodore Roszak (1933-2011) denominó a la biblioteca pública “el eslabón perdido de la Edad de la Información”, dicho esto sin ironía ninguna, pues pensando en las bibliotecas estadunidenses, que, con un sentido idealista, funcionan como la más eficaz y eficiente red de servicios de consulta y lectura, que “viene ofreciendo sustento intelectual desde los tiempos de Benjamin Franklin”, auguró que su solidez institucional permitiría en ellas la perfecta convivencia de libros impresos y computadoras, pero también pronosticó que esa misma solidez impediría que se convirtieran únicamente en centros de tecnología digital. Los intereses económicos del culto a la información chocaron con un obstáculo muy difícil, al grado de que prefirieron ocuparse en otros ámbitos.
Los pronósticos de Roskak partieron de un análisis cuyas conclusiones se han cumplido sobradamente más de tres décadas después. Sentenció:
Quizá los entusiastas de los ordenadores tengan otras razones para prescindir de la biblioteca con tanta frecuencia. La motivación comercial más importante que hay detrás del culto a la información es vender ordenadores. Las ventas a bibliotecas cuentan muy poco en comparación con la perspectiva de colocar un microordenador de propiedad privada en todos los hogares. De hecho, si en las bibliotecas hubiera ordenadores a disposición de todo el mundo, sin tener que pagar nada, quizás algunos clientes en potencia desistirían de adquirir uno.