La literatura especular de Cortázar se cruza con los espejos del psicoanálisis y del budismo. De Jung toma la tesis del agua como símbolo del inconsciente y que quien se atreve a mirarse en su espejo ve con horror su propia imagen. Lo cual no podía hacer en El perseguidor, Johnny Carter y cree equivocadamente que la biografía escrita por Bruno lo haría: “Al principio yo creía que leer lo que escriben sobre uno era más o menos como mirarse a uno mismo y no en el espejo.” En Los pasos en la huella, es el biógrafo Fraga quien percibe la distorsión que ha hecho de la vida del poeta Romero hasta el punto de hacerla una autobiografía edificante. Pero el poeta resultó ser un fiasco de hombre y por tanto su complaciente biógrafo también habría de serlo. Por otra parte, lo que Fraga sospechaba sobre las cartas amorosas entre el poeta y la amada: “los espejos cara a cara aislando y petrificando su reflejo sólo para ellos importante” simbolizan la incapacidad de comunicación cuando nadie se quiere quitar la máscara. Pero decir la verdad no es fácil, porque, ¿cuál verdad? Por ello a Lozano de Satarsa y a Bruno todo se le da a la manera de un espejo que miente y al mismo tiempo dice la verdad. Johnny repetía que a su biografía le faltaba algo. En un remate jungiano descubre que faltaba él en aquel espejo y antes de fallecer pide que le hagan una máscara. Cortázar asume que el individuo ha perdido el poder creador de la mirada porque de niño se le enseñó a mirar sin ver al otro y, en consecuencia, nunca lo encuentra, enfrascándose en la espiral de un recomienzo canceroso: encuentro-desencuentro, separación, ausencia, desesperación y recomienzo. Espiral que se refleja en los espejos de “Manuscrito hallado en un bolsillo”, “Las caras de la medalla”, Rayuela y 62/Modelo para armar. Esta última es una mezcla bien urdida entre el Complejo de Acteón de Sartre, el mito del basilisco, los espejos del budismo tibetano (incluyendo a los paredros o ayudantes de cada uno de los cinco budas de la ecuanimidad, uno de los cuales ayuda a lograr la sabiduría semejante a la del espejo) y la teoría de Lacan reformulada por Dolto, en torno al espejo como instancia de una de las etapas de la formación del yo. Para Dolto, el yo se forma en la dialéctica de la presencia-ausencia materna que funda el desarrollo del pensamiento simbólico y conceptual. Pero ante negligencia, maltrato o abandono, cuando el niño se ve en el espejo no puede encontrase pues carece de la interiorización del espejo-sujeto que lo humaniza. Entonces sólo puede mirar una imagen alienante o, como diría Valentina en La barca, sólo siente un vacío lleno de espejos. 62/Modelo para armar está armada con adultos-niños que han perdido la mirada de Acteón y se vampirizan porque no pueden ver en el espejo al sujeto de su ser en el mundo y de su ser en el lenguaje y son arrastrados al maelström del recomienzo canceroso. Finalmente, ¿habrá sido casual que Shakespeare utilizase en Medida por medida la metáfora del mono colérico frente al espejo como referente de comparación con el ser humano que apenas conoce su carácter? Si así fue, resulta tan afortunada como la que sorprendió a Giacomo Rizzolati al descubrir en la corteza cerebral de monos rhesus lo que llamó neuronas espejo. Recientes estudios confirman la existencia de neuronas homólogas en el humano. Sin ser las únicas involucradas, este grupo de neuronas juega un crucial papel en las interacciones sociales. En los autistas graves o se activan débilmente o no se activan, como si su sistema fuese una “Hoja Seca”. Dolto sospechaba que el autismo estaba asociado a fallas en la instancia del espejo en la formación del yo. Cortázar intuyó mejor el problema y quizá por eso apagó 62/Modelo para armar con el “bisbis bisbis” de n. Símbolo del apagado de neuronas que, ahora sabemos, se consideran esenciales en la teoría de la mente, ya que nos permiten entender las emociones de los demás y hacer que los demás entiendan las nuestras, y son puente para coordinar la percepción y la producción del lenguaje en las áreas cerebrales que, cuando se lesionan por una hemorragia o una embolia, producen las afasias de Wernicke (incapacidad de comprender el lenguaje) o la de Broca (incapacidad de expresarlo). ¿Se pueden sentir y comprender las emociones que un escritor trata de expresar sin que se nos activen las neuronas espejo y su conexión con las áreas del lenguaje? Y, al contrario, ¿sin estas conexiones se puede crear gran literatura? Independientemente de cuál sea el origen de la creatividad literaria, sin un refulgente sistema de neuronas espejo nadie puede crear metáforas especulares del calibre de Cortázar, quien además dijo: “Cuando pierdes la fe, el espejo se te empaña bastante, che”. http://semanal.jornada.com.mx/2019/04/14/cortazar-los-espejos-y-la-formacion-del-yo-6723.html
Los espejos en los que la literatura se mira y duplica el mundo
De Narciso a Blancanieves, de Valle Inclán a Borges, el objeto que devuelve la imagen ha sido esencial en la escritura. Andrés Ibáñez refleja en una antología esa obsesión
'Narciso', de Caravaggio (1597-99), conservado en Roma.
La literatura está plagada de miles y miles de objetos, necesarios para recrear los mundos que proponen los escritores. Ninguna lista de los más habituales o relevantes, si tal cosa existiese, podría omitir el espejo. En el fondo, representa más que un simple objeto: es otro mundo. Su presencia, a lo largo de miles de obras, ejerce un gran poder de atracción, y emana un extraordinario misterio. Reflejan, ocultan, mienten, deforman, confiesan… “Espejos: jamás, a sabiendas, todavía se ha dicho / lo que en vuestra esencia sois”, escribe Rilkeen los Los sonetos a Orfeo, como recuerda el crítico y escritor Andrés Ibáñez, que desde su juventud persigue espejos a lo largo de cuentos, poemas, novelas u obras históricas de toda época.
El resultado de esa obsesión tan particular es la publicación de A través del espejo (Atalanta), una antología de textos que tratan el tema del espejo, de por sí inagotable. Marcel Schwob, H.P. Lovecraft, Virginia Woolf, Isaac B. Singer, G. K. Chesterton, Goran Petrovic, Borges, Allan Poe, Walter de la Mare, Angela Carter, Bioy Casares o Giovanni Papini son algunos de los autores en cuyos textos el espejo ejerce una poderosa influencia.
La Malvada Reina de Blancanieves ante el espejo.EL PAÍS
En un extenso prólogo por el que también desfilan los reflejos de San Juan de la Cruz, La Fontaine, Bulgákov, Lewis Carroll, Alfred Tennyson, Charles Perrault o Roberto Bolaño, el autor se remonta a las mitologías de la antigüedad, y cómo el significado del espejo, y cuanto muestra, fue cambiando a medida que avanzaban los siglos. El material reunido es riquísimo, inabarcable. De hecho, Ibáñez se vio obligado a dejar la poesía fuera de su selección para que “el laberinto de espejos no creciera en exceso”. Apenas se salva el libro tercero de Las metamorfosis de Ovidio, donde el poeta romano recrea el mito de Narciso, que se asoma a un estanque, y enfrentado a un espejo de agua, se enamora de su propia imagen. Por otra parte con fatales consecuencias, pues cae y se ahoga, como siglos más tarde le ocurre a la protagonista de El espejo de Lida Sal, un relato de Miguel Ángel Asturias en el que una muchacha, en busca de un espejo para contemplarse con su traje de boda, se asoma a un risco sobre el mar, cae a las olas y se ahoga en su propio reflejo.
El reflejo, a veces, habla, como en Blancanieves, donde la mujer que el rey toma por esposa, fascinada por su belleza, posee un espejo mágico al que de vez en cuando pregunta “¿Quién de este reino es la más hermosa?”. El romanticismo, en el que se integra el cuento de los hermanos Jacob y Wilhelm Grimm, fue fértil en espejos. En parte, “por la importancia que adquiere el tema del doble”, cuyo introductor, Jean Paul Richter, no sólo acuñó el concepto doppelgänger para referirse a ese segundo yo, sino que creó una galería de personajes que sufrían “un terror enfermizo a contemplar su propia imagen”. Su literatura sirve de introducción a dos clásicos de la época, E.T. A. Hoffmann y Edgar Allan Poe, de quien Ibáñez recupera William Wilson, un relato en el que su protagonista conoce en su juventud a otro William Wilson parecido a él, incluso nacido en la misma fecha, y que desaparece y reaparece a lo largo de su vida, hasta que un día, durante una fiesta de disfraces, lo ataca y un espejo le devuelve su propio “semblante pálido y manchado de sangre”.
Arquímedes diseñó espejos para concentrar rayos de sol y quemar las velas de los barcos.EL PAÍS
Borges se encontraba a menudo en sus relatos también con otros Borges. “Bien conocida es su obsesión con los espejos", que en el fondo está relacionada, subraya Ibáñez, con la obsesión por la noche y la ceguera, “pero también con otro tema central en su obra: la obsesión por ver el propio rostro”. En El Aleph, el narrador ve “todos los espejos del planeta” y ninguno le reflejó, dice. Tlön, Uqbar, Orbis Tertius arranca también de modo revelador: “Debo a la conjunción de un espejo y de una enciclopedia el descubrimiento de Uqbar. El espejo inquietaba el fondo de un corredor…”. Ibáñez selecciona El espejo de tinta y El espejo y la máscara, donde los espejos se proyectan con una presencia también inquietante. La que, por otra parte, tuvieron en la vida de Borges, que en uno de los poemas de El hacedor reconoce: “Hoy, al cabo de tantos y perplejos/ años de errar bajo la varia luna,/ me pregunto qué azar de la fortuna/ hizo que yo temiera los espejos”.
De Oriente a Occidente, de la antigüedad a la modernidad, la literatura recrea espejos capaces de desencadenar los acontecimientos más inesperados. Quizá por eso Ibáñez deja para el final el texto de Jurgis Baltrušaitis sobre los espejos ardientes de Arquímedes, y que funciona como un “pequeño tratado de ciencia ficción antigua”. ¿Existieron en verdad esos espejos? La leyenda aparece recogida por primera vez en el siglo XII, en las Crónicas de Joannes Zonaras, que relata cómo Arquímedes hizo colgar de las murallas de Siracusa espejos de metal que, golpeados por los rayos del sol, quemaban los barcos romanos. En el siglo XVII la literatura científica de Descartes y Mersenne demolió “metódicamente la leyenda”, pero cien años después, el conde de Buffon, Georges Louis Leclerc, realizó experimentos que demostraban que se podía quemar madera a una distancia de 400 pies.