
[Ryu Murakami, Azul casi transparente, Anagrama, trad.: Jorge G. Berlanga, 2018, págs. 143]
Cosas podridas es lo que devora el protagonista y narrador, Ryu, homónimo del autor, en esta fascinante novela que ha alcanzado un estatus mítico y no solo en la literatura japonesa. Cosas podridas, sustancias degradadas, decadencia inyectable: esa es la materia infecta con la que Murakami el oscuro esculpe su primera novela basada en sus experiencias juveniles en la ciudad de Fussa. Los sueños existenciales y pesadillas nihilistas de una generación de japoneses que creció a la sombra de la cultura de los vencedores.
En los setenta irrumpe una generación de escritores, a la que pertenece Murakami, nacida en los cincuenta y educada bajo la poderosa influencia de la cultura americana. La cultura extranjera impuesta por decreto como terapia contra las ínfulas imperiales y la violencia militar de la cultura tradicional. Cuando esta novela se publica en 1976, Tanizaki y Kawabata son historia, Mishima es un fantasma incómodo y Kenzaburo Oé el adalid moral de la literatura japonesa. El gran Oé, por cierto, escribió en términos despectivos, aunque luego se desdijo con respecto a Murakami, de la decadencia de la literatura nacional encarnada por esta novísima camada de “jóvenes japoneses que vivían una moda subcultural en una urbanizada cultura de consumo”.
Pronunciar la palabra decadencia produce sarpullidos en el intelecto de numerosos críticos y lectores como el fármaco contra el cáncer en la piel de la abuela moribunda de Ryu. La decadencia es la explicación social, política e histórica al fin de las ilusiones generado tras los años sesenta y la lucidez intolerable que nace de observar el país desde una posición de distancia cultural e ideológica sin poder contraponerle ningún valor optimista o positivo. Tokyo Decadence se llama la mejor película dirigida por Murakami. Una de las principales influencias cinematográficas del libro es, precisamente, “La dolce vita” de Fellini, otra obra paradigmática de la disolución de una era y el fin de una forma de entender la vida y la cultura. No por casualidad, las visiones grotescas y fantasías lisérgicas de Ryu son contemporáneas de la escenificación fílmica del más felliniano de los cineastas japoneses, el gran Shuji Terayama.
Además de la abyección, la suciedad vital, las orgías pornográficas y el regodeo perverso en la sordidez que impregnan cada página del libro, esa nostalgia del fango expresada en la ficción permitió a algún crítico nipón asociar a Murakami justamente con poetas decadentes como Baudelaire y Rimbaud. Y esta es la diferencia estética entre los planteamientos narrativos de Murakami y sus colegas americanos como Ellis. La poesía de las imágenes, el lirismo visionario, la fastuosa visualidad del relato, la omnipresencia de metáforas, sinestesias y símiles como construcciones de una sensibilidad tan alucinada como saturada de sensaciones hiperreales. Lo más significativo, desde una perspectiva literaria, es que esta original novela anticipa con su prosa posmoderna tanto la narrativa norteamericana de la Generación X como ciertos rasgos estilísticos del ciberpunk.
Azul casi transparente es la luz de la heroína. El velo reluciente del LSD y la mescalina. La lucidez total del cristal sugerida en el poético título. Ese estado mental que desnuda las imposturas de la vida y las falacias de la no-vida vinculada al consumo narcótico, como en la célebre novela de Burroughs (“El almuerzo desnudo”), un precursor notable, es el que alcanza Ryu al final del viaje, cuando desliza sobre su lengua las alas de la mariposa que ha matado aplastándola contra una antología de Mallarmé (ironía máxima) e invoca así al pájaro negro de la amnesia que vendrá aleteando en las últimas páginas, tras intentar suicidarse, a borrar todas sus esperanzas, recuerdos y deseos y quién sabe si a redimirlo o condenarlo para siempre.