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Albert Cohen, Bella del Señor (1968).Una obra maestra.

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Título original: Belle du Seigneur
Traductor: Javier Albiñana
Páginas: 624
Publicación: 1968 (2011)
Editorial: Anagrama
Categoría: Narrativa



Sinopsis: Situada en Ginebra y Francia, en 1936, en una época en que el antisemitismo alcanza en Alemania su paroxismo, esta novela relata, con lirismo romántico unido a su ironía feroz, la relación exasperada entre Solal, judío, alto funcionario de la Sociedad de las Naciones, y Ariane, la aristócrata aria casada con un subordinado de Solal, desde su encuentro hasta la agonía final, pasando por la conquista, la pasión y la implacable degradación de los sentimientos. Para combatir la saciedad, los amantes recurren a todo tipo de métodos: celos retrospectivos, humillaciones morales y todas las recetas eróticas; este libro de amor es también un retrato de los horrores de la carne. Tanto por el análisis de los celos como por el relato de la seducción o por su pesimismo radical, casi metafísico, respecto al mito del amor puro, Albert Cohen, en esta búsqueda del Absoluto a través del amor, nos ha dejado páginas que pertenecen ya a la leyenda y que durante largo tiempo continuarán forjando la sensibilidad de los lectores. Bella del señor forma parte de una saga compuesta por cuatro obras maestras: Solal (1930),Comeclavos (1938), Los Esforzados (1969) y Bella del Señor(1968).


No es una historia de amor. O sí. Pero es más, mucho más. Un gran (grandísimo) libro escrito con maestría en el que Albert Cohen nos muestra un pormenorizado conocimiento sobre el amor y sus distintas fases, tanto en hombres como en mujeres.

Magistralmente narrada, nos cuenta la historia de Solal y Ariane y el proceso por el que el amor se acaba convirtiendo en todo un ejercicio de autodestrucción y codicia.


Obra densa, despiadada y dulce, irónica e incisiva, divertida y trágica, extravagante y entretenida. Concebida como una obra de personajes, por ella desfilan los maravillosos y estrafalarios personajes que Cohen nos describe de una forma tan tierna como hilarante. Una obra maestra.

http://loqueleolocuento.blogspot.com/2012/12/bella-del-senor-albert-cohen.html
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Bella del Señor, tercera novela de la “tetralogía de Los Esforzados”, escrita por el brillante escritor judío Albert Cohen (Corfú, 1895 – Ginebra, 1981), galardonada con el Gran Premio de novela de la Académie Française en 1968, va ganando con el paso de los años, el reconocimiento que merece como una de las novelas más importantes del siglo XX.  Un sensacional libro que aborda en tono de parodia el tema del amor, imposible de no recomendar en este espacio, y cuya lectura garantiza a quienes se sumerjan en sus páginas una experiencia  inolvidable.

Cohen nos narra en Bella del Señor la historia de la singular relación  amorosa entre Adriane (bella dama proveniente de una antigua familia protestante ginebrina) y Solal (guapo joven judío, exitoso funcionario de la Sociedad de Naciones), analizando con humor y de forma conmovedora la pasión de cada uno por el otro, sentimiento que amenaza con ahogar a los protagonistas en su propia soledad, y su afán por perpetuar aquella más allá de los límites que supone la realidad de su carácter insostenible como realización del amor ideal.

Pero no sólo eso; además de poner en jaque los argumentos que plantean la posibilidad de hacer perdurable la pasión romántica, desnudar el patetismo a que nos lleva la alteración de nuestra propia conciencia bajo los efectos de dichos sentimientos, y retratar para el lector un universo de sensaciones – de cuya visión así pintada y su inevitable comparación con la propia experiencia, estoy seguro, resultará para la mayoría casi imposible salir ileso -, este extraordinario escritor en lengua francesa nos cuenta las aventuras de Comeclavos, Mattathias, Saltiel, Michael y Salomón, Los Esforzados, parientes de Solal, quienes le ayudan en su conquista de Adriane a través de hilarantes situaciones; hace una dura crítica del trabajo de los funcionarios de la Sociedad de Naciones, concentrados cada uno en ascender en su carrera política; nos lleva a padecer el malestar de la comunidad judía en el periodo de entreguerras y retrata su mundo con un encanto singular, derivado del profundo amor que siempre profesó por su cultura.  Éstos fueron, entre otros, motivos por los que esta novela fue considerada por el Nacional Yidish Book Center de los Estados Unidos como una de las primeras treinta entre las cien mayores obras de la moderna literatura judía.


En Belle du Signeur, Abraham Albert Cohen nos conduce, luego de un inicio que marcha con relativa lentitud, en un viaje que no deja nunca de sorprendernos por su magistral despliegue de recursos técnicos, permitiéndonos disfrutar página tras página del extraordinario lirismo de su prosa y su gran sentido del humor.  Esta es, en definitiva, una novela excepcional cuya lectura tengo el gusto de recomendarles como se recomienda a un amigo un buen viaje de vacaciones y aventura, una grata experiencia al término de la cual cada quien tendrá, de seguro, mucho que comentar, y también, mucho que pensar en silencio.

https://revistaautodefe.wordpress.com/2008/12/09/toda-una-experiencia-bella-del-senor/
                      

A quien nos devolvió la dignidad con el verbo



«El que esta espantosa aventura de los humanos que llegan, se ríen, se mueven, y de pronto ya no se mueven, el que esta catástrofe que les espera no les vuelva más tiernos y compasivos los unos con los otros, esto es lo increíble».
(0 vous, frères humains)
Mi viejo y venerado maestro:
Siempre escribía usted «desde lo alto de su muerte próxima». Tal lúcida e intensamente vivía usted su muerte, que acabamos creyendo que había ocurrido ya en un remoto pasado, y la verdad: ya no la esperábamos.
Puede que su muerte sea una lección: estos últimos años, yo me fui alejando físicamente de usted; las ambiciones, los placeres, todo el vano rumor de los trabajos y los días, todo lo que usted tan implacablemente describe en sus libros, me acaparaba, e insensiblemente me iba pareciendo a algunos de sus personajes.
(¿Una farsa, también, esta carta que le escribo y que usted jamás leerá -muerto, está usted muerto-, dirigida en realidad a los lectores de un diario? ¿Puedo en verdad creer que a ello me autoriza la admirable carta de 222 páginas que escribió usted un día para su madre muerta ... ?).
Que extraño: estuve justamente pensando en usted la semana pasada, cuando se atribuyeron los premios Nobel. El de Literatura, el otro gran escritor sefardita, Elías Canetti. Y el de la Paz, para el Alto Comisariado de Refugiados, organismo en el cual usted desempeñó altas funciones después de la guerra. Fue usted el inventor del «pasaporte apátrida» (idea magnífica, idea de poeta) y puedo atestiguar que sentía usted más orgullo por aquello que por toda su obra literaria.
Pero dejemos las medallas, condecoraciones y baratijas a sus Valeureux.Usted era Solal, el Solitario y Soleado.
Toda una concepción de la vida judía muere también con usted. Isaac Bashevis Singer, para la «Y dishkeit», y usted, en el ámbito sefardita, eran los dos últimos que nos hablaban del gueto: los dos últimos grandes escritores judíos de la Diáspora, del mundo anterior al Estado de Israel.
Toda gran obra surge de una escena primitiva (la madalena de Proust, el estado de naturaleza de Rousseau...): la suya fue, en el día de su décimo cumpleaños, el encuentro con un vendedor ambulante antisemita; su primera cita con el odio... Todo el resto de su vida se desarrolló bajo el signo de la nostalgia de la comunicación: ¿Cómo convencer a los malvados y arrancarles «los colmillos del alma»? ¿Cómo reintegrarse en la sociedad humana y recobrar la comunión feliz de la infancia?
Su obra tan extraordinariamente diversa (obra de moralista y de poeta lírico, novela, drama y epopeya, confidencia e imprecación) insistente, sin embargo, hasta la machaconería («como los profetas», solía usted decir con una sonrisa no tan ingenua), se propone una sola meta: denunciar la universal «balbuinería», el culto de la fuerza brutal, origen y motor de toda actividad humana, y la hipocresía del idealismo.
Nadie mejor que usted supo ligar la meditación más desesperada y menos complaciente sobre nuestra condición, con la risa enorme y devastadora (no sólo la ironía, la sátira o el escarnio masoquista, sino la risa inocente y alegre del eterno adolescente que sabe que «el día del beso sin fin llegará»).
Nadie mejor que usted amó tan apasionadamente a la mujer (usted que, pasados los setenta años, escribió algunas de las páginas más sensuales de la literatura francesa), y nadie al mismo tiempo condenó más radical, lúcida y ferozmente la mentira y el sufrimiento del amor. Extraño Don Juan, que las seducía a todas, con rabia y humillación, porque «no son antisemitas cuando se enamoran». Ellos no lo entendieron, claro. Dijeron que usted se pasaba, que era misógino y reaccionario. Usted les dejaba decir...
Para luchar contra el antisemitismo, inventó usted la estratagema más audaz e inaudita. En vez de escandalizarse con la caricatura que esgrimian los que nos odiaban, o de dejar ver su pesadumbre (esto lo reservaba usted para sus escritos íntimos), en sus novelas hizo usted una cosa asombrosa: aceptó usted la caricatura, exageró incluso el trazo hasta lo insoportable. Sus judíos son más fanfarrones y mentirosos, más pícaros, cobardes, avariciosos, capitalistas, bolcheviques, millonarios y harapientos que los de Maurras, Celine y los Protocolos reunidos. Pero usted les había insuflado un alma. La galería de monstruos, el museo de los horrores, nos lo hizo visitar por dentro. Con genial insensatez, reivindicó usted la caricatura «y he aquí que la caricatura se tornaba sal de la tierra» (Hubert Juin).
¿Cómo agradecerle, Albert Cohen, el habernos devuelto la dignidad, no con las armas, sino mucho más puramente, con el verbo? En los tiempos del holocausto, este vino loco de esperanza y de estima propia, fue usted quien nos lo escanció. Usted que decía que los judíos no son un invento de Dios, sino todo lo contrario: Dios es un invento de los judíos, ese Dios que usted reverenciaba sin creer en él («Dios existe tan poco que me avergüenzo por, él»).
Más que cualquier otro escritor, quizá usted confiaba en las palabras y creyó que con ellas se podía extirpar el mal. Usted fue quien me reveló una tarde en Ginebra este aforismo de Freud, que bien podría resumir su vida, Albert Cohen, y su loca ambición: «Cuando alguien habla, es de día»..


http://elpais.com/diario/1981/10/20/cultura/372380403_850215.html

Una magistral provocación


La publicación en español de Bella del Señor(editorial Anagrama, Barcelona, 1987,624 páginas, traducción de Javier Albiñana), la célebre novela de Albert Cohen (1895-1981), ha significado una explosión editorial. Cinco ediciones en pocos meses para una novela que ha sido puesta en los cuernos de la luna por la crítica más intransigente, con varias semanas en el primer lugar de la nómina de libros más vendidos. Esta irrupción (con 20 años de atraso, claro está) no hace sino confirmar les ditirambos que le fueran dedicados por la crítica francesa cuando Belle du Seigneur obtuivo en 1968 el Gran Premio de Novela de la Academia. Se la situó entonces a la altura de Shakespeare, Proust, Musil, Céline, Chaplin, Saint-John Perse, etcétera. La voluntad de elogio era tan manifiesta que casi no se hallaba con quién compararla; todo arquetipo parecia poco.Es cierto que Cohen se beneficia (la comparación es inevitable) del descenso cualitativo de la narrativa francesa en la segunda mitad del siglo XX, lapso en el cual (además de las dos Margaritas: Duras y Yourcenar) apenas la ascendente figura de Jean-Marie Le Clezo o el intrincado Claude Simon pueden disputarle la primacía. Curiosamente, de estos escritores sólo Le Clezio es literalmente francés: Duras nació en Indochina; Yourcenar, en Bélgica; Simon, en Madagascar, y Albert Cohen nació en Corfú, una de las islas jónicas, perteneciente a Grecia. No obstante, es innegable que Cohen, como los otros citados, pertenece a la literatura francesa, ya que ha escrito en esa lengua no sólo las cuatro novelas de su saga, sino también el resto de su obra.

Este escritor singular ocupó altos cargos en organismos internacionales 
con sede en Ginebra, tarea que le permitió conocer desde dentro (y aprovecharlas como hábitat de sus ficciones) las glorias y miserias de 
la alta burocracia internacional. Poco amigo de los cenáculos literarios, Cohen fue creando su obra, al comienzo, en el confinamiento de su parcela burocrática, y luego, en la soledad de su memoria. Bella del Señor podría ser calificada como un fastuoso libro del amor, o, mejor aún, de la construcción del amor y su minuciosa destrucción por los celos. Extrañamente, este gran Ebro de amor es en el fondo una feroz invectiva contra él mismo. Se ha señalado que es "una búsqueda del absoluto a 
través del amor", pero cabría agregar que, aun en esa acepción, se trata 
de una búsqueda conscientemente destinada al fracaso.
La relación amorosa entre Solal (alto funcionario de la Sociedad de Naciones en 1936; judío, como el autor) y la refinada Ariane 
(esposa de otro burócrata de menor nivel y ambición desmedida) 
tiene tres etapas definidas: la del rampante, gozoso adulterio; la 
unión estable, rutinaria, casi conyugal; el estallido y la vicisitud 
de los celos. Para Cohen, el amor es, en más de un sentido, la 
consagración de la apariencia: cada amante se prepara para la 
maniobra y la conducta eróticas con la prolijidad y el profesionalismo 
de una vedette que va a salir a escena. El placer amoroso hereda 
así una obligada dependencia con respecto a la pericia en el disimulo,
 la idoneidad en la hipocresía. Se trata, por supuesto, de un placer 
refinado, impecable, casi mundano; un placer que de alguna manera 
viene con la etiqueta de su clase y su nivel sociales.

Hipérbole y humor

Esto no implica que Solal o Ariane se ahorren ninguna de las posturas y variantes (corrientes o insólitas) del catálogo erótico de todos los tiempos, pero sí que las lleven a cabo en un contexto de pulcritud y elegancia y en medio de un primoroso torneo verbal que evita aludir a los pormenores de la lujuria con su tosca y vulgar nomenclatura. En verdad es abrumador todo lo que hablan estos amantes (si no fueran entes de ficción serían sencillamente insoportables) cada vez que fornican. Al final, el lector tiene la impresión de que la previsible etapa de tedio sobreviene no tanto por la agobiante tautología del sexo como por el discurso que, en medio de acrobacias y calistenias no demasiado aptas para la faramalla o la locuacidad, precede o acompaña el orgasmo básico.
Es claro que Cohen adereza toda esa hipérbole con un formidable sentido del humor, y es así que durante extensos capítulos el juego amoroso cede la prioridad al menester de la ironía. Y aunque Solal mantiene siempre un grado de lucidez que lo habilita para burlarse no sólo de su amante, del marido de ésta (el lamentable Didi) o de los obsecuentes subordinados y colegas internacionales, sino también de sus propias maniobras e irrisorias proezas de amor, lo cierto es que el conjunto de la peripecia aparece como desprestigiado y corroído por la burla. Toda la novela es una bofetada conceptual al esquema romántico del tratamiento amoroso (incluso se mofa cruelmente de Proust) y también a la revenida cursilería que puede alcanzar la mundanería casi voluptuosa del que hacer diplomático. En ambos aspectos, la obra cumple a cabalidad su cometido, gracias sobre todo a un claro dominio del oficio y del lenguaje. La novela tiene pasajes de notable calidad literaria (entre los que cabe destacar la desopilante descripción del señor Daume o la del entorno judío del protagonista, toda una corte de milagros de Sión), y a pesar de que sus más de 600 páginas provocan intermitentemente atracción y rechazo, siempre se leen con avidez.
Si algo cabe objetar es la aparatosidad descriptiva y el gigantismo oral en las larguísimas enumeraciones de sexo explícito e implícito (se echa de menos a Henry Miller) o las repentinas y agobiantes tiradas (cada una de 20 o 30 páginas) de elucubración poco menos que ensayística. Esta objeción no apunta a su talante reflexivo, sino a la extensión desmesurada, que a menudo frena el devenir narrativo y tíenta al lector a que se salte la correspondiente planicie de cavilación.
La repetición y la insistencia se vuelven particularmente agobiantes cuando la historia desemboca en la andanada de los celos. Allí, Solal no parece creer demasiado en sus personales reproches y agresiones (el pretexto de los celos es una antigua vinculación de Ariane, muy anterior a su vinculación con Solal), incluso deja frecuente constancia de su distanciamiento ante sus propios arranques, como si sólo le sirvieran para arrojar a la amante por la borda,- pero esa visión esporádicamente autocrítica no alcanza a reivindicar la delectación y el denuedo que pone en sus asaltos.
Por todo ello, la comparación con Shakespeare, Proust, Musil, Chaplin y otros notables tal vez no sea la más justa. En todos esos creadores hay una entrega generosa a un mundo que ellos mismos levantaron, una entrega que por cierto no existe en Cohen. Éste nunca abandona el solio y la jactancia de autor omnipotente. Su riesgosa ambigüedad, el esmerado odio con, que manipula el amor, su repulsa sutil hacia sus creaturas no sólo le distancian, como era de prever, del individualismo romántico, sino que también le vedan una asunción objetiva del orbe que ha elegido describir. Su relación con sus personajes (salvo cuando se refiere a Mattathias, Comeclavos y el resto del clan familiar y judío) es incriminadora y despiadada, a tal punto que el lector llega a mirarlos con piedad.

Un machismo exquisito

Bella del Señor es, sin embargo, una lectura ineludible, en primer término, porque desarrolla un enfoque inexpugnablemente original (el amor como ardua .gesta de seducción; el amor como verklärte nacht, o noche transfigurada; el amor como cedazo de deterioros; el amor
como cáscara de palabras y médula de tedio; el amor como espejo de la muerte), y luego, porque hay en la novela un ejercicio lúdico que normalmente escolta a esta insólita educación sentimental. Aun la antítesis atracción / rechazo que, con sus torrentes y sus remansos, la narración provoca en el lector significa un elemento activo, dinámico, no exactamente comprometido, sino comprometedor.
Conviene advertir, sin embargo, que en medio de esa aceleración, de esa prueba de fuerzas, la figura más darririfficada es siempre la de Ariane. EnBella del Señor, el colonizador y usufructuario de la belleza es el Señor; la belleza femenina es administrada, orientada, gozada, juzgada y en el fondo menospreciada por el Señor. Es probable que se trate de la más depurada expresión de machismo en la novela contemporánea. Refinada sí, pero, a pesar de su refinamiento, sólidamente machista. Ariane lo sacrifica todo (hogar, situación, seguridad económica, consideración social) por seguir a su amado (con mayúscula), pero el sacrificio la deja inerme y sometida.
Por eso, porque su vida no tiene (ni quiere) otra solución que la hegemonía del amante, la aristocrática Ariane es en los hechos tan pasivamente machista como lo es Solal de modo activo. Después de todo, Cohen es más machista que uno y otra, sólo que su masculina visión del mundo y del amor se va progresivamente tiflendo de poesía, y dejando, página a página, aquel lastre de pulido escarnio. Y aun así, en el último y breve capítulo que es sin duda la muestra más acabada de su arte, el autor omnisciente resuelve que, ya en los umbrales de ese postrer orgasmo que es la muerte compartida, Ariane siga reconociendo la hegemonía de su Señor: "No se te olvide venir, murmuró y segregó saliva; sonrió estúpidamente, quiso echar hacia atrás la cabeza para mirarle, pero no podía ya, y allá afilaban una guadaña. Quiso entonces saludarle con la mano, pero no podía ya, su mano se había ido. Espérame, le decía él de tan lejos. Aquí llega mi divino rey, sonrió ella, y penetró en la iglesia montañosa".

Aunque en ese remate solemne (que sí tiene la impronta de Shakespeare), Solal acabe transido de amor, es él, y sólo él, después de todo, el administrador y el agente de la postrimería. El machismo como última ratio. Yasí se llega a la inquietante consecuencia: ya se mueva en los meandros de la vida o en la recta final de la muerte, Bella del Señor es una magistral provocación, de la que nadie sale indemne. Y si el lector se siente, por alusión o por elusión, frecuentemente involucrado en la trama y en la dialéctica de la obra, y hasta quisiera aquí y allá esgrimir sus razones, ya sea en apoyo de una revelación o, en rechazo de una falacia, es porque Bella del Señor es (a pesar de su elitismo crítico, de sus desguarnecidas jactancias y de su machista asunción del amor) una novela profundamente removedora, escrita con delectación y absoluto dominio del lenguaje y con atributos más que suficientes para integrar la memoria literaria de este siglo.


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