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Por qué recordaremos a Umberto Eco (NOTAS)

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La sobrevida de Umberto Eco

Casi dos años después de su muerte, aparecen dos libros recientes y póstumos del autor italiano: A hombros de gigantes, todas sus intervenciones sobre temas diversos en el festival Milanesiana, y Sulla televisione, que recopila los textos que Eco dedicó a la televisión.
Antes de convertirse en un inesperado fenómeno literario con su novela medieval El nombre de la rosa (1980) que protagonizaba un monje-detective que funcionaba como un Sherlock Holmes trasplantado a la Italia del siglo XIV, Umberto Eco (1932-2016) ya tenía una reputación de sabio de conocimientos enciclopédicos, aunque era menos alguien que lo supiera todo que un intelectual curioso, premunido de una combinación de influencias que iban desde Santo Tomás de Aquino a los cómics.
Talento multiforme, editor y profesor, columnista, bibliófilo, filósofo, semiólogo, ensayista y narrador, Eco enseñó a abrir obras que estaban cerradas y a explorar mundos posibles. Su bibliografía es muy amplia. Al momento de morir, contaba con un gran número de estudios o ensayos como, entre otros: Tratado de semiótica general (1975), Los límites de la interpretación (1990), La búsqueda de la lengua perfecta (1993), Kant y el ornitorrinco (1997), además de volúmenes suntuosamente ilustrados sobre temas como Historia de la belleza (2005), Historia de la fealdad (2007) e Historia de las tierras y lugares legendarios (2013). A eso habría que agregar una serie de novelas posteriores a El nombre de la rosa, las más célebres de la cuales son El péndulo de Foucault (1988) y El cementerio de Praga (2010). La primera es narrada por alguien que se ha visto involucrado con camarillas y grupos secretos que maquinan y manipulan escándalos y confabulaciones; la segunda está ambientada en la Italia de la segunda mitad del siglo XIX, con un protagonista miserable que participa en una serie de acontecimientos, tomando distintas identidades (alumno de jesuitas, oficial de ejército, conspirador, falsificador, terrorista) y en cuyo destino se cruzan logias masónicas, la Comuna de París y el caso Dreyfus, los pogromos rusos y el nacimiento del panfleto Los protocolos de los sabios de Sion.
Lejos de toda contienencia como autor, a Eco ni siquiera la muerte parece haberlo silenciado. Apenas abandonó este mundo comenzó la publicación de una serie de obras póstumas. La primera fue De la estupidez a la locura (2016), una colección de ensayos que aparecieron originalmente en L’Espresso pero que, en realidad, Eco entregó a imprenta pocos días antes de morir. Le han seguido Come viaggiare con un salmone (2016), libro de instrucciones que recopilaba artículos, algunos de los cuales habían aparecido en Segundo diario mínimo (1992) y Contra el fascismo (2018), que había sido publicado en Cinco escritos morales (1997). De manera que esos libros eran sólo en parte novedades.
Pero los dos libros más recientes que se suman a sus publicaciones de ultratumba sí entrañan cosas novedosas. Ellos son A hombros de gigantes (Lumen, 2018, 398 pp.) que recopila las clases magistrales anuales que Eco impartió en el festival “La Milanesiana” en el transcurso de quince años y Sulla televisione. Scritti 1956-2015 (La Nave di Teseo, 2018, 534 pp.) que, al cuidado de Gianfranco Marrone, recoge prácticamente todos los textos que Eco dedicó a la televisión, su lenguaje, sus figuras, sus resultados culturales, estéticos, educativos y políticos.

Lecciones magistrales

En cierta forma, A hombros de gigantes es una síntesis de los principales problemas que interesaron a Eco: la belleza y la fealdad, el vínculo entre el relativismo y lo absoluto, la imperfección artística, el poder de la falsificación, los secretos y la conspiración. Son doce textos, generalmente respaldados por imágenes de obras de arte (pinturas, esculturas, libros y películas).
El primer ensayo, el que da título al volumen y uno de los mejores del mismo, reconstruye la historia del famoso aforismo: “somos como enanos que están a hombros de gigantes”, atribuido a Bernardo de Chartres (del siglo siglo XII) pero con raíces muy anteriores y que trasciende el período medieval (Isaac Newton a menudo la citaba). Lo que está en la base es el conflicto entre generaciones, el deseo de avanzar, negando el legado de los padres, lo cual generalmente se ha logrado buscando antepasados ​​mejores, en que cada revolución es un intento de restaurar una edad dorada. La historia occidental parece haber perseguido, observa Eco, una idea de progreso que, aunque laicizada, es fuertemente cristiana. Se sube más alto para vislumbrar un futuro que ya está marcado al comienzo, un punto de llegada que siempre ha estado allí, esperando, sea el juicio universal, la utopía socialista, el desastre ecológico u otro fin.
Con su habitual desenvoltura, Eco trata temas más bien complejos. Así, la belleza: que ella nunca ha sido una cosa absoluta e inmutable, que es subjetiva, es claro, pero, ¿qué es? No bastan las referencias a las proporciones o la luminosidad. Sus disquisiciones y ejemplos son clarificadores; así, la belleza podría ser lo que se define de manera desinteresada: si encuentro que la Capilla Sixtina es hermosa, incluso si no soy su dueño, hay un índice de belleza.
Cuando habla de la fealdad, también concede que es un concepto relativo y que Hegel recordó que con el cristianismo entra lo feo en la historia del arte porque no se puede representar con las formas de la belleza griega a Cristo flagelado y agonizante. Va desde los monstruos a lo sublime (la grandeza de lo terrible, la tempestad y las ruinas en la sensibilidad prerromántica), cuenta cómo los enemigos de James Bond han sido embellecidos en las películas (por eso no puede mostrar imágenes de ellos) y cómo lo feo se relaciona con la exageración de lo kitsch y lo camp. Lo cual se relaciona con su análisis de las formas de imperfección en el arte: ejemplifica con una novela como El Conde de Montecristo, que está mal escrita y, sin embargo, allí reside su fascinación; o la película Casablanca de Michael Curtiz: “Dos clichés hacen reír. Cien clichés conmueven”.
En uno de los capítulos siguientes aborda la falsificación que se convierte en verdad y cambia el curso de la historia: cómo se puede ser un mentiroso independientemente de que se diga o no la verdad y cómo la época barroca reflexionó profundamente sobre la simulación, desde la política hasta el arte. En otro aborda los aforismos, las parodias y las paradojas, sus diferencias, sus relaciones, sus practicantes (especialmente Wilde). También se ocupa del fuego (como elemento divino, como manifestación infernal, como agente alquímico, como causa del arte, como experiencia epifánica, como forma de purificación) o de la obsesión de los hombres con las teorías conspirativas (lanzando flechas a Dan Brown): rosacruces, jesuitas, sociedades secretas, Los protocolos de los sabios de Sion, el ataque del 11 de septiembre de 2001 con el derrumbe de las Torre Gemelas visto como un “complot”. En la lección sobre lo invisible habla de los personajes novelescos como “objetos semióticos flotantes” que pierden algunas de sus propiedades sin perder su identidad e incluso pueden vivir fuera de texto cuando se hacen muy conocidos.
Con su particular método, Eco puede recorrer varios siglos comprimidos en un párrafo, rastreando juicios y prejuicios. Afirma, por ejemplo, y lo demuestra, que la Edad Media no era una época oscura o que cuando menos se representa a sí misma en tonos vivos: colores fuertes, limpios, visiones de luz que se desvanece.
En el capítulo sobre las representaciones de los sagrado apunta que la experiencia mística entendida como la nada, el vacío y el silencio, parece ser más bien masculina, pues las mujeres místicas hablan de experiencias casi carnales. También menciona la adjudicación de belleza y los cambios de los rasgos cada vez más agraciados en ciertas imágenes religiosas, como por ejemplo, de la Virgen María, pero también en otros casos: señala los de Bernadette, a quien se le apareció la Virgen en Lourdes; los pastores de Fátima; el santo joven italiano Domenico Savio, quien en una representación que menciona pero no reproduce figura acompañado, como si se tratara de una pareja de novios, nada menos que con la, también mejorada, beata Laura Vicuña.

Consideraciones televisivas

En A hombros de gigantes hay apenas tres referencias, al pasar, a la televisión. En una de ellas, Eco piensa que un marciano o un visitante del futuro podría deducir el tipo de belleza de nuestra época mediante las películas, las revistas o los programas de televisión; en otra, al hablar del secreto, menciona que la televisión inventó los programas de chismes que revelan cosas que antes eran privadas. Y en el primer ensayo del libro recuerda que los modelos antes eran generacionales (los padres rechazaban los de los hijos) pero que hoy en día la televisión convierte en transgeneracionales a los modelos, desde el Che Guevara a Julia Roberts, aunque estos no son modelos unificados sino que todo cabe, como una “orgía de la tolerancia” o un “absoluto politeísmo”.
Pero la televisión, para Eco, fue un constante objeto de atención. Nunca dejó de mirarla y estudiarla, ya fuera para criticar ciertas opciones ideológicas como para señalar patrones estéticos. Así lo demuestra la amplia compilación Sulla televisione, con textos que cubren un período de tiempo amplio, desde 1956 hasta 2015, muchos de ellos de difícil acceso, poco conocidos, ocasionales, nunca reunidos en volumen, dispersos en los archivos de la RAI o revistas especializadas o carpetas de seminarios. Son de naturaleza variada, desde ensayos científicos hasta análisis de transmisiones o situaciones concretas, desde informes de investigación hasta respuestas a cuestionarios o artículos periodísticos.
La televisión italiana comenzó sus primeras transmisiones en 1954 y desde 1957 se transmitió en todo el país. El mismo año 1954, Umberto Eco fue contratado por la RAI como funcionario y siguió desde dentro las opciones de la industria televisiva, considerando un modelo más teatral que cinematográfico. Era lo que él llamó la “paleo-televisión”, que transmitía casi todo en vivo, algo bastante arriesgado. En Obra abierta (1962) hay un capítulo dedicado al vínculo entre la televisión en vivo y la poética de la apertura (la pintura informal, la música de Boulez, Joyce): la toma en directo nunca es una reproducción fiel de la realidad. Se construye a partir de un número de cámaras colocadas en puntos precisos por el director, quien decide qué imágenes se transmitirán en cada momento. Y, ¿cómo lo hace? La respuesta que propone Eco era que el director utiliza esquemas narrativos preexistentes, modelos de relato. La improvisación, la inmediatez siempre dependen de patrones de referencia.
Antes de Apocalípticos e integrados (1964) Eco atacaba la oposición entre la “alta” cultura y la popular. En ese mismo libro hay un ensayo largo sobre la televisión (además de uno sobre la música de la televisión): “La televisión nos apareció algo similar a la energía nuclear”, señalaba para demostrar su importancia y lo delicado de las opciones en torno a ella. Pero la televisión no sería un género artístico, sino un aparato tecnológico que ofrece un servicio. Sería más un medio que un lenguaje.
Junto con estas reflexiones teóricas, Eco también podía escribir sobre un personaje conocido como “el rey de los concursos” o “el príncipe de los presentadores”, el animador Mike Bongiorno, uno de los mitos iniciales de la televisión italiana. El ensayo “La fenomenología de Mike Bongiorno” es el primero recopilado en el libro, antes publicado en Diario mínimo (1963) y que seguramente molestó al aludido. Eco lo presenta como “el caso más llamativo de reducción del superman al everyman”. “Este hombre debe su éxito al hecho de que en cada acto y en cada palabra del personaje al que da vida ante las cámaras brilla una mediocridad absoluta”. Bongiorno “carece de sentido del humor. Ríe porque está contento con la realidad, no porque sea capaz de deformar la realidad. Se le escapa la naturaleza de la paradoja”; “De todas las posibles preguntas sobre un tema, elije la que primero se le ocurriría a cualquiera y que una mitad de los espectadores descartaría de inmediato por demasiado banal”.
Pero pronto Eco asumirá una perspectiva semiótica (los diferentes sistemas de signos en la comunicación) para pensar en términos de estructuras de texto los problemas de recepción y las cualidades estéticas de la televisión. Así, está recopilada la famosa intervención de Perugia de 1965 tan citada (incluso por Eco mismo en escritos posteriores) como inencontrable. En lugar de preguntarle al público qué es lo que prefiere o investigar la ideología que subyace, es mejor preguntarse sobre lo que realmente entiende, pues el televidente siempre tiene alguna cultura, en un sentido antropológico, que puede chocar con la cultura de quien emite la señal televisiva. Así surgió el concepto de “decodificación aberrante”. Antes de los medios de comunicación masivos, los códigos interpretativos del destinatario y del emisor básicamente coincidían y cualquier malentendido se consideraba extraño, una decodificación aberrante. Pero en la sociedad de masas, donde el público es por definición muy numeroso y variado, la decodificación aberrante es la norma. A través del análisis semiótico podía concebirse que, a diferencia de lo que generalmente se creía, las imágenes y la música no siempre son claras para todos. Sin embargo, el público podría asumir su capacidad de decodificación aberrante y vivir felizmente ese tipo de estética involuntaria.
También participa en el debate en torno a la influencia de los medios. Se decía por entonces que la televisión, y en general los medios de comunicación masivos, era un instrumento poderoso, capaz de controlar aquello que entonces se llamaba “mensaje”, influyendo sobre la opinión de los televidentes e incluso moldeando su conciencia. Eco señalaba en 1967 (en un ensayo recogido finalmente en La estrategia de la ilusión, 1987) que un país pertenece a quien controla los medios de comunicación y ejemplificaba con la caída de Nikita Kruschev, en la ex Unión Soviética, donde simplemente cambiando a quienes dirigían los principales medios de comunicación (diarios y televisión) el paso a un nuevo líder sea percibido de manera menos traumática. Pero también señalaba que los mensajes de la pantalla pueden ser desbaratados por los televidentes. Planteaba, en realidad, la imposibilidad de controlar la opinión pública mediante el protagonismo de la recepción. La recepción crítica impide la manipulación, es una forma de resistencia a la que llamó la “guerrilla semiológica”, una serie de intervenciones y actuaciones en que los receptores del mensaje lo discuten o critican, no lo reciben pasivamente.
Y así, va comentando sobre la música en la televisión, la publicidad o la crítica televisiva, la posibilidad de un museo de la rediotelevisión o el “experimento de Vaduz” (en 1974 la Rai confió a un instituto la tarea de dirigir una encuesta diseñada para estudiar las reacciones frente a una transmisión experimental falsa), o las series Columbo y la policíaca alemana sobre el inspector Derrick, el proceso de O. J. Simpson o la privacidad en Gran hermano o un un breve escrito sobre el famoso programa La Corrida, realizado por el no menos famoso Corrado: antecesor de todos los programas de búsqueda de talentos, comenzó en la radio en 1968 y en televisión en 1986. Allí distintos concursantes presentan sus talentos, que son juzgados por el público del estudio: con aplausos y vítores, si les gusta; si no, puede silbar, golpear ollas o hacer todo tipo de ruidos.
Frente a la “paleo-televisión”, Eco también considera la “neo-televisión”, con el advenimiento de los canales privados y las tendencias hacia una “realidad tal como es”, los reality shows, la pérdida colectiva del pudor y el deseo de mostrarse en público a toda costa. Después de todo, las rutas seguidas por la televisión (italiana y extranjera) y las opciones hechas por sus directores han sido diametralmente opuestas a las que Eco esperaba o sugería, con diferentes tonos, pero con una fuerte impronta política. Actualmente, la televisión presenta, al decir de Eco, un declive de cualquier idea de servicio público.
En el amplio período que Eco comenta, el medio televisivo, por varias razones, ya no se puede llamar masivo, como lo fue en sus orígenes, debido a los canales alternativos que la comunicación actual ha puesto a disposición del público. Un público variado, tanto como al que aspiraba Eco, quien pretendía que los descubrimientos de su omnívora curiosidad, por la televisión, el cine, la alta literatura y otra no tan alta, los periódicos o las artes plásticas, llegara a un público más amplio que el académico.
https://culto.latercera.com/2019/02/11/la-sobrevida-umberto-eco/






Umberto Eco en Bolonia en febrero de 2015. CreditRoberto Serra/Iguana Press, via Getty Images

Por 
Un antiguo departamento lleno de libros esparcidos por doquier, volúmenes coloridos con fabulosos grabados y mapas encartados que describían miles de aventuras fue el paraíso perdido que Umberto Eco buscó toda su vida.
Fue en la casa de su abuelo, que dedicó su vejez a encuadernar las primorosas ediciones decimonónicas de Gautier y Dumas, donde tuvo el primer contacto con una verdadera biblioteca. Aunque no llegó a conocerlo mucho porque murió cuando Eco tenía seis años, esa experiencia lo marcaría para siempre, por lo que comenzó a escribir novelas desde niño. Primero empezaba por el título y después “solía dibujar de inmediato todas las ilustraciones, y luego empezaba el primer capítulo. Pero como siempre escribía en mayúsculas, por imitación de los libros impresos, al cabo de unas pocas páginas me agotaba y lo dejaba”, recuerda en su libro Confesiones de un joven novelista.
El escritor, ensayista, filósofo, medievalista y crítico cultural italiano murió el viernes en la noche en su habitación, anunció su editorial italiana, Bompiani, según la agencia de noticias ANSA.
A sus 84 años, Eco conservaba intacta la pasión bibliófila que heredó de su abuelo y, por su trabajo como investigador historiográfico y cultural, llegó a tener más de 50.000 volúmenes en su propia colección. Fiel a su carácter excéntrico se refería a ella como una “antibiblioteca” donde los libros que no había leído eran más importantes que los que ya conocía.
Nacido en 1932 en Alessandria, contravino los deseos de su padre que quería que fuese abogado y cursó estudios filosóficos medievales en la Universidad de Turín, donde obtuvo su doctorado y fue profesor. El estudio de los signos, su influencia y evolución a través de las distintas variaciones de la cultura y los procesos comunicativos, es decir, la semiótica, fue la gran pasión académica de su vida y en esa área produjo estudios primordiales como Obra abierta (1962), Apocalípticos e integrados (1965), La estructura ausente (1968) y, el ya clásico, Tratado de semiótica general (1975), entre otras investigaciones.
Sin embargo, alcanzó la celebridad fuera de los círculos académicos por la novela En el nombre de la rosa (1980), en la que narra los misteriosos crímenes de un monasterio medieval que son descifrados por el franciscano Guillermo de Baskerville y su ingenuo asistente, Adso de Melk.
Todo empezó en 1978, cuando el académico supo que una editorial italiana estaba buscando historias de novela negra cuyos autores no fuesen escritores de ficción. Por aquella época fumaba 60 cigarrillos al día, según le contó a The Paris Review, por lo que volvió a su casa muy inquieto y, al fisgonear en sus cajones, halló un largo listado de nombres de monjes medievales que había estado reuniendo sin un fin aparente. “En ese momento se me ocurrió que estaría bien envenenar a un monje durante su lectura de un libro misterioso, y eso fue todo. Empecé a escribir”, recuerda en Confesiones de un joven novelista.
Esa pareja detectivesca le granjeó los favores mediáticos con publicaciones en 35 países, más de 15 millones de ejemplares vendidos y un filme protagonizado por Sean Connery y Christian Slater. Como nota curiosa el personaje de Jorge de Burgos, un monje ciego que custodia la biblioteca, es un homenaje al escritor argentino Jorge Luis Borges, de quien Eco fue un ferviente admirador. Desde entonces no paró de escribir ficciones y fruto de ese interés son historias como El péndulo de Foucault (1988), La isla del día de antes (1994) y Baudolino (2000), entre muchas otras.
Más allá de sus fabulosas historias y personajes de ficción, sus aportes a la teoría de la comunicación son vastos. A Eco se le debe una nueva tipología del signo que actualiza el campo semiótico para analizar la avalancha de información proveniente de los medios audiovisuales.
Su visión del icono abre nuevas vertientes para el estudio de manifestaciones visuales como las fotografías. Eco decía que la noción tradicional del icono (fundamentada por Charles Peirce) afirma que “estos poseen las propiedades de sus objetos”, sin embargo, es fácil constatar que “un retrato no posee, de ninguna manera, las propiedades de su objeto”, por lo que la fotografía de un ser humano no equivale a sus capacidades. Es decir: por muy bella que sea la foto de un ser querido que ha muerto, es solo una representación que no habla, piensa o siente.
Su estudio de las concepciones artísticas en movimiento y su relación con el espectador permite considerar los efectos que la obra de arte tiene en el ánimo de las audiencias y cómo varía la percepción en cada persona, elementos que fundamentan los ensayos de Obra abierta.
A Eco le gustaban los fenómenos pop y era un gran fanático de la televisión y las series policiales como Starsky and HutchCSIMiami ViceER y, por sobre todas, Columbo, que solía ver en DVD. Otro ejemplo de su fascinación por los medios masivos fue su interés por El código Da Vinci y su autor: “¡Yo inventé a Dan Brown!, parece un personaje de El péndulo de Foucalt. Comparte la fascinación de mis personajes por las conspiraciones de los rosacruces, masones y jesuitas”, comentó en una entrevista donde bromeó al decir: “Sospecho que Dan Brown no existe”.
En los últimos años de su vida fue un duro crítico de internet y llegó a decir en una entrevista con el diario italiano La Stampa que el gran drama de este nuevo medio era que había “promovido al tonto del pueblo al nivel de portador de la verdad”. También criticó a los medios sociales al decir que: “Han generado una invasión de imbéciles que le dan el derecho de hablar a legiones de idiotas que antes hablaban solo en el bar”.
Durante su larga carrera recibió múltiples reconocimientos como 38 doctorados honoris causa y fue profesor emérito de la Universidad de Bolonia. Pese a haber estudiado en instituciones católicas durante buena parte de su vida –sobre todo con salesianos y jesuitas– no dejó de criticar todo lo humano y lo divino que le interesaba, como cuando escribió: “Para un creyente en una fe determinada, todos los entes religiosos de otras religiones —en otras palabras, la abrumadora mayoría de esos entes— son individuos ficticios, así que debemos considerar ficticios a aproximadamente el noventa por ciento de todos los entes religiosos”.
En su “Poema de los dones”, Jorge Luis Borges fantasea sobre la eternidad y escribe: “Yo, que me figuraba el Paraíso bajo la especie de una biblioteca”. Un sueño que Eco, bibliómano y borgeano irredento, seguro estaría feliz de comprobar.
https://www.nytimes.com/es/2016/02/20/por-que-recordaremos-a-umberto-eco/


El legado intelectual de Umberto Eco


Umberto Eco representa los valores que Calvino vio en el siglo XX: levedad, rapidez, exactitud, visibilidad, consistencia, multiplicidad y consistencia. Además, destacó por su compromiso político con el pensamiento crítico. Este es su legado.
No recuerdo bien ni el año ni el día. Pero tuvo que ser en torno al 76 o el 77. Un profesor italiano, poco conocido por entonces, Umberto Eco, iba a impartir un seminario en la UAB. De él había leído la Obra abierta y Apocalípticos e integrados. Ambas obras escritas en italiano a finales de los 60, pero publicadas en español en la segunda mitad de los 70 -en una España que, por cierto, intentaba salir del franquismo-. Andaba yo, pues, muy interesado en conocer en persona a ese autor, sugerente y provocativo, que se atrevía a tratar sobre cuestiones consideradas “irrelevantes” o intrascendentes por los académicos al uso. Cuestiones como la libertad de interpretación de las obras artísticasla cultura de masas, los nuevos héroes, -como Superman- o el valor de la cultura kitsch, entre otros. Un autor que, además, proponía la idea que la producción de sentido no era solo consecuencia del valor semántico de los textos – llamémosle la inmanencia textual– sino que estaba en función, también, de la actividad participativa e interpretativa de los lectores. Es decir, de lo que hoy llamaríamos “inteligencia colectiva”-. Esta importancia atribuida a la interpretación era consustancial al carácter abierto de los textos.
Pero a pesar de todo mi interés por Umberto Eco, no acerté a llegar al seminario antes de que empezara. Así que recuerdo perfectamente que nada más abrir tímidamente la puerta para pedir permiso para entrar –algo que en aquel tiempo era lo usual-, el professore me recibió lanzándome un pedazo de tiza directamente a la cabeza. No se cómo, pero logré esquivar la tiza. Es fácil imaginar la cara de sorpresa que debí poner ante ese inesperado lance. Pero aseguro que más sorprendidos quedaron los pocos estudiantes -tan solo seis o siete- que estaban dentro del aula. ¡Quedaron estupefactos!
Eco, sin embargo, se mantuvo impasible, controlando perfectamente la situación. Incluso hizo algo más sorprendente: inició el movimiento de lanzarme otro pedazo de tiza pero, esta vez, sin soltarla de la mano.
Naturalmente, yo, respondiendo a una especie de instinto, volví a agacharme. Pero la tiza no salió de la mano de Eco, y sí en cambio, lanzó una explicación:
-“Vean ustedes –dijo- qué son los signos. Son algo que sustituye a otro algo; que están por ese segundo algoCuando la primera vez le lancé la tiza a su compañero, aquello era una acción real, no un signo. Y lo que hizo su compañero, agacharse para esquivar la tiza fue también una acción real. En cambio, la segunda vez sí era un signo y solo un signo. Si quieren, era una amenaza, pero no una acción real”.
Recuerdo que todos asistíamos a la explicación especialmente concentrados, motivados y curiosos.
– “Su compañero la segunda vez que trató de esquivar la tiza se confundió –siguió diciendo Eco-.   Confundió el signo con la realidad. Y esta vez sí se equivocó al agacharse. Su colega estaba reaccionando ante un signo, no ante una agresión real. Reaccionaba ante una amenaza, que es un signo pero no a una acción realmente violenta, o físicamente violenta. Pero su colega ha tenido, en todo caso, una reacción semejante en casi todo a la primera, que sí se trataba de una agresión real. ¿Ven ustedes, por tanto, cómo los signos sirven para engañar? Créanme, no habría ni engaños ni mentiras en el mundo si no hubiese signos. Si no hubiese sistemas semióticos. Con la semiótica nace la mentira. Pero créanme también en una cosa: si no hubiese signos, seríamos más violentos de lo que somos ahora. Porque no podríamos sustituir a la violencia de ningún modo”.
Esa lección me quedó grabada y marcó mi forma de encarar el estudio y el mundo.
Desde entonces, fui un lector asiduo de Eco. Allí donde muchos se topaban, y se detenían, ante con lo que consideraban abstracciones, complejidades y dificultades del discurso de Eco –entre ellos muchos de mis alumnos- yo, en cambio, encontraba un estímulo, un reto para seguir. En una palabra, realmente gozaba con esa “mirada semiótica”, siempre exploratoria, sutil y reflexiva que ayudaba a descubrir nuevos mundos, pero que estaban en este.
Fui adivinando poco a poco en qué consistía esa mirada semiótica. Una mirada que trataba de comprender las sutilezas de los significados y de sus intérpretes. Que trataba siempre de ir más allá de lo aparente. Que era capaz de –en el contexto académico de entonces demasiado absorbido por el materialismo histórico- de hacernos conscientes y ayudarnos a comprender el inmenso poder de los signos, de la sustitución, del simulacro, de la representación… Y, por supuesto, que nos introducía a los valores estéticos y éticos de nuestra realidad que mucha veces permanecían ocultos a una mirada superficial o rutinaria.
ENCUENTROS ESPORÁDICOS
Mi relación con el professore fue, desde aquel día, más episódica y fragmentaria de lo que me hubiese gustado. Pero, desde luego, fue indeleble.
Eco participó, por ejemplo, con enorme generosidad en el Congreso de la Asociación Internacional de Semiótica que pudimos organizar, a duras penas, unos cuantos jóvenes en Barcelona y Perpiñán. Siempre aceptaba, con gusto, publicar en la revista Anàlisi que habíamos fundado con algunos colegas, muy voluntaristamente, por aquella época.
Tuvimos, también, amigos comunes que nos daban noticias mutuas. Especialmente, por ejemplo, el entrañable Thomas Sebeok, de Indiana, que inculcó en Eco –y, por supuesto, en mi- el espíritu triádico y Peirciano (y, por supuesto pragmático norteamericano) sobre la producción de sentido. Y quien supo transmitir la importancia de la relación entre Sherlock Holmes, Peirce y la semiótica – Cf. Su Sherlock Holmes y Charles S. Peirce: el método de la investigación (Paidós, 1987)- que luego Eco trasladaría su primera novela: El nombre de la rosa. O Julien Algirdes Greimas quien, siempre socarrón, inteligente y sistemático, apreciaba mucho el talante alegre, divertido y poético de la aproximación italiana a la semiótica que representaba Eco. Aunque dicho sea de paso, siempre el profesor Lituano pensó que aquel fare semiótica italiano era demasiado ecléctico, caprichoso y flexible comparado con su pretensión de fundar una disciplina sistemática, coherente y formal. O el prematuramente fallecido Mauro Wolf; el conspicuo e inteligente Paolo Fabbri, etc. Amigos y colegas todos inspirados por el pensamiento de Eco.
También recuerdo alguna colaboración editorial esporádica con Umberto. Como cuando, desde la Editorial Paidós -con el siempre entusiasta y apasionado Enric Folch- nos lanzamos a traducir al español la colección que Eco dirigía en Bompiani que estaba hecho de pequeños manuales introductorios a muchos campos y que, en realidad, eran las tesis de laurea de sus alumnos más destacados. Tesis a las que Eco, por cierto, dedicaba muchas horas y devoción.
Pero sobre todo, me quedó grabada su enorme disponibilidad a la actuación generosa, a la charla amigable, a la bonhomía en una palabra.
COMPROMISO POLÍTICO
Pero en estos momentos de recuerdo, no me gustaría de ningún modo pasar por alto el enorme compromiso político de la obra de Eco. Un aspecto que, a veces, no se considera como se debiera.
Su compromiso tenía un sentido político profundamente democrático y crítico, que ha perdurado mucho más, por ejemplo, que algunas militancias doctrinarias de muchos intelectuales que se reclamaban de la izquierda ortodoxa. Deberíamos decir, un sentido profundamente democrático, liberal, social y dialogante.
Un sentido que hizo de Eco el crítico más mordaz, más inquisitivo y permanente de esa degeneración moral y cívica que representó el Berlusconismo –impulsado por ese nefasto personaje, mal apodado Il Cavaliere y que tanto daño ha hecho a la gran Italia-. Baste releer los artículos de Eco en la prensa diaria o semanal, sus intervenciones públicas, sus lúcidos análisis sobre ese régimen corrupto, autoritario y mafioso. Sinceramente, no creo que sea posible encontrar mejor ejemplo de respuesta intelectual que la de Eco a un sistema tan execrable como el Berlusconismo. Mérito de Eco. Mérito de la semiótica. Y mérito del saber hacer narrativo de uno de los intelectuales más europeístas y europeos, en el buen sentido del término, que hemos conocido en los últimos tiempos. Todo un ejemplo a tomar en cuenta.
EL ESPÍRITU DE ECO
Italo Calvino, en 1985, trató de condensar en seis conferencias -que iba a dictar en la Universidad de Harvard- el espíritu de nuestra época, es decir, lo que él consideraba los valores esenciales del milenio[1]. No llegó a exponerlos verbalmente porque murió antes, pero sí que sus ideas vieron la luz póstumamente en forma de libro. Pues bien, tengo la firme convicción de Eco supo –a lo largo de su vida y a través de su variopinta obra- encarnar ese espíritu y realizar a la perfección los valores que Calvino había señalado.
Calvino, habló del valor de la levedad –como resistencia frente a “la pesadez, la inercia, la opacidad del mundo”-. Pues bien, Eco supo ser ágil, ligero y nervioso en un pensamiento que recorría descubría las sutilezas de lo signos y su interpretación, y supo encontrar las claves ligeras y leves de la existencia. Contribuyó a “desmaterializar” un mundo que luego la digitalización haría más virtual. Y llamó la atención sobre la gran trascendencia de las estructuras “ausentes”.
Si Calvino habló del valor de la rapidez, Eco supo estudiar rápido, publicar a tiempo, polemizar con reflejos, estar atento a la rapidez del mundo y comprender la importancia de la variación y la fluidez de los fenómenos culturales.
Si Calvino reclamó el valor de la exactitud, la obra de Eco es precisa en todo momento, tanto en la teoría como en el análisis. Tanto en el ensayo, como en el periodismo como en la narrativa. Todos los términos están en su sitio. Todos los signos responden a un orden. Y solo la exactitud rige el mundo de Eco.
Si Calvino habló de la visibilidad como valor, ¿quién como Eco supo describir mejor el sutil juego entre lo aparente y lo invisible? ¿Quién, como él, fue capaz de descifrar lo convencional que construye el mundo visual y su sentido?
Si Calvino apelaba al sentido de la multiplicidad, Eco, por su parte, fue capaz de dotar de multiplicidad a todo lo que escribía: múltiples planos, múltiples sentidos, múltiples realidades. Su metodología es múltiple, integradora, como el mundo que pretende explicar. Nunca sostuvo una sola perspectiva para explicar la realidad, más bien, le gustaban los juegos de espejos, las realidades relativas, la sutileza de las diferentes realidades que se implican en los relatos abiertos.
Si Calvino hablaba, finalmente de consistencia, Eco es un ejemplo de ella. Su obra es enorme, amplia y diversa, pero todo encaja consistentemente en ella. Es coherente, es íntegro. Siempre, de algún modo, reescribía el mismo libro, la misma obra con el objeto de no perderse, de no perder su razonamiento. De hecho, le tenía pánico al tan habitual desvío o ruptura lógica , o como él le llama “cogitus interruptus”. De hecho, su obra es una y múltiple, al mismo tiempo, por eso, no tiene interrupción lógica, y su consistencia es evidente.
En definitiva, Eco ha sabido realizar los valores de su siglo, el XX y abrir el camino del XXI. ¡Ojalá su pensamiento nunca descanse en nuestras mentes! Que viva por mucho tiempo.

[1] En Setiembre de ese mismo año, Calvino había escrito ya cinco de esas conferencias y se encontraban en una carpeta de su despacho “en perfecto orden, cada conferencia dentro de un sobre transparente y todas en una carpeta rígida, lista para el viaje”. Faltaba solo la sexta que se denominaría “Consistencia” y que tenía pensado escribir ya en Harvard. Pero Calvino no pudo viajar a EEUU. Un ictus le arrebató la vida el 19 de Setiembre de 1985. Sin embargo, con la mediación de su mujer, Esther, las conferencias, con algunas notas y apéndices, fueron publicadas años después. Nosotros nos referimos a esta publicación.

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