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Cesare Pavese - La gitana y 70 Frases de Cesare Pavese y el arte del sufrimiento

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Cesare Pavese - La gitana


Como todas las mañanas me desperté antes de que fuera de día, pero esperé a que hubiese claridad antes de bajar de la cama. Eso ganaba sobre el largo día. La lluvia, como de costumbre, en vez de lavarme el cristal me lo había ensuciado. Atendí a las cosas sin atreverme a salir. A eso de las once, empujado por el hambre, miré al cielo y bajé aquellos tres peldaños. Persistía en el viento la humedad de la lluvia.

El mundo era un pantano agitado por el viento. A la puerta de las casas hombres con mantas esperaban el infalible sol. Una mujer descalza que atravesaba la plazuela me infundió valor para llegar a la fonda. En el umbral me volví no para mirar al mar —sabía ya que también era un pantano—, sino como hacía siempre por si acaso alguien cruzaba la plaza detrás de mí. Al otro lado del cristal vi sentado a Carletto —los otros ya se habían marchado— que esperaba mirando a la puerta. Se mantenía aferrado, con los puños cerrados, a los bordes del velador, con el gesto de quien va a decidirse a levantarse haciendo un esfuerzo y los ojos clavados en la puerta. Me miró también sin moverse.

No hablamos hasta que llegaron nuestros platos. Disponíamos de todo el día para hablar y no era cosa de desperdiciar los temas. Nosotros dos habíamos hablado tanto ya que teníamos que pensárnoslo dos veces antes de iniciar una conversación. De repente dije que la parra del ayuntamiento estaba más roja que nunca. Todo se pudría y decoloraba en aquel pueblo, menos la parra del ayuntamiento. Carletto hizo un ademán y volvió a inclinarse sobre el plato. Yo había advertido ya que pensaba en su casa: estaba en la consabida situación en la que uno mira a su alrededor sin dar crédito a sus ojos y los bocados se mastican a medias y se olvidan. Si comenzaba con aquel tema, sería el cuento de nunca acabar.

—¿Quién te dice que no estoy también lejos de alguien? —le había respondido una de las primeras veces que me había liado.

Él me dirigió un vistazo sorprendido, sorprendido y feliz, como quien encuentra un amigo inesperado. Y me contó todos los detalles de su soledad, sin vergüenza, sin reserva, como si yo pudiera darle la clave de lo que no ocurría, lo que no se podía hacer que ocurriera, por tratarse de una voluntad que no era la nuestra.

Pero esta vez no habló de su mujer ausente. Esta vez me anunció que habían aparecido unos gitanos por el pueblo, con ollas y carretas, que habían visto a alguno de madrugada, y que las mujeres, según el barbero, visitaban las casas en busca de trabajo.

—Parece imposible —dijo con repentino ardor—, hoy aquí, mañana en la montaña, pasado mañana vete a saber dónde. Nadie manda en ellos, nadie los retiene. Son lo contrario de nosotros.

—Están en su casa en todas partes —contesté.

Carletto había aferrado de nuevo con los puños los bordes de la mesa y parecía esforzarse por estarse quieto.

—Come —le dije.

Pero lo inquietaba especialmente la noticia de que los gitanos anduvieran por el mundo acompañados por sus mujeres. Decía que eran gente de sangre caliente, que no podían prescindir de las mujeres, y por eso las llevaban consigo.

—Deben de tener una vida infernal —repetía.

—¿No querrás escapar?

Me respondió con una mueca. Sobre el cristal se había encendido un poco de sol amarillo, y mientras esperaba a que Carletto acabase de comer, fantaseé también yo, atisbando la luz pálida, sobre los gitanos y su vagabundeo. Salimos juntos a la plazuela, en el viento que contendía con aquel sol apocalíptico, y no encontramos a los muchachos de costumbre armando follón. Una mujer nos dijo que habían ido a ver a los gitanos y nos indicó cierta dirección. Entonces poquito a poco, sin decírnoslo, echamos a andar a lo largo de la playa disfrutando del poco sol que resistía y echando vistazos a la espuma terrosa del mar. Carletto no hablaba. Llevaba las manos a la espalda y pisoteaba meditabundo la arena húmeda.

Yo miraba la colina yerma.

—Yo que ellos ya me habría ido —dije de pronto, incontenible.

Carletto no me respondió.

Caminamos, caminamos hasta el consabido grupo de árboles secos y deshojados. Allí la playa estaba cerrada por peñas y había que subir a la carretera. Trepamos, miramos a lo lejos y no vimos señales de vida. En el aire vibrante no se oía sino el aullido del viento y el retumbo del mar.

En aquellas peñas solíamos fumar, fumar contemplando el horizonte y escrutando el rostro insólito de las peñas o las colinas que había detrás de nosotros. Pero aquel día no había nadie, y pronto acabamos de fumar. Carletto dijo algo sobre los muchos inviernos que debían pasar aún para nosotros en aquella costa. Esta vez fui yo quien no respondió.

Regresamos al pueblo y le dije que viniera a calentarse a mi casa. El sol se había ido, pero la oscuridad estaba aún lejos. La fonda estaba vacía.

—Aquí se han muerto todos —dije—. Me voy a casa.

Carletto no me soltaba. Esa tarde se había vuelto más pegajoso que las hojas podridas. No hablaba, no daba señales de vida, no levantaba la cabeza. Pensaba en su mujer. Pero también yo estaba tan harto y solo que experimentaba cierto alivio al sentirlo a mi lado. Siempre podía ocurrir que dijese algo.

Entramos en la habitación y puse inmediatamente el café sobre el hornillo. Él se sentó como solía, en la caja del carbón, y encendió el cigarrillo con una torpeza que cada vez me daba pena: las gruesas manos parecían tener miedo de tocar el cigarrillo. Había aprendido a fumar conmigo.

Sobre la mesa había libros, y Carletto también esta vez posó en ellos los ojos con nueva sorpresa. Aunque tiempo atrás había sido tipógrafo, tantos libros lo cohibían y no entendía para qué servían. Ahora paseaba la vista por el cuarto.

—Dicen que los gitanos lo saben todo —farfulló—. Lo saben todo, andan por el mundo, saben más que nosotros.

—Es gente sin normas. Viven a su modo.

Después, mientras le daba el café le hice hablar de su mujer. Le pedí noticias, bajé la voz y sentí en sus quejas el habitual balbuceo de emoción. Había encarrilado yo la conversación sobre lo que hacía en los buenos tiempos al volver a casa del trabajo, y sobre las esperanzas que su mujer tenía de colocarse y reunirse con él, cuando la puerta de cristales entornada a nuestras espaldas tembló, se abrió y una voz enérgica nos hizo volvernos. Al umbral había subido una mujer, una mujer morena de sayas revoloteantes, que en la luz gris de aquel maldito día nos miraba hablando sin parar, y mientras tanto vigilaba alguna otra cosa en el pequeño patio, quizá la puerta contigua a la nuestra. Con una mano nos tendía una paleta y nos decía guturalmente que se la compráramos, pero ya estaba a punto de irse, como si la hubieran llamado.

—La gitana —me sopló Carletto por la espalda.

Cohibido de momento, miré a la mujer, especialmente la pañoleta roja que llevaba anudada a la barbilla, y creí que se iba. Continuó durante unos segundos la queja de su voz, y la paleta de hierro subía y bajaba, rítmicamente, mientras la mujer medio dentro y medio fuera nos miraba con más fijeza poco a poco, hasta tal punto que entró en el cuarto sin que me diera cuenta.

—Compradme una paleta, compradme una paleta —decía observando a su alrededor y avanzando, con pinta de saber que de momento nos quedaríamos pasmados y no le contestaríamos; y vio los libros, vio el vaso medio lleno de café, vio las pieles de naranja amontonadas sobre una silla, vio la cama deshecha y abierta.

No era un rostro joven, tenía la cabeza descubierta y el cabello empapado de gotitas brillantes. Fuera lloviznaba. La mujer era flaca y de piel oscura, una campesina de gestos rápidos y voz insólita. Bajo la falda calzaba un par de botas, y eran lo único por lo que no parecía una campesina.

Ella miraba el hornillo encendido y dejó caer la paleta. Carletto se había levantado, a mis espaldas, y yo dije algo. La gitana había cambiado ya de conversación. Con la misma cadencia, pero con un calor más vivo, nos miró a ambos a los ojos y dijo bruscamente que muchas malas mujeres habrían querido encontrarse con nosotros a lo mejor enseguida, pero que nosotros sabíamos gobernarnos y las malas mujeres no podían jactarse de nada, aunque nosotros sí podíamos jactarnos de ser esperados e invocados por una mujer prisionera detrás de puertas de terciopelo. Al decir esto, una sonrisa le marcó las comisuras de la boca. No era una mofa que tuviese relación con las palabras; había hablado sin detenerse y, aunque animadamente, con la cantilena maquinal de quien repite un discurso. Aquella sonrisa era más bien la señal de que nos había entendido.

La gitana dejó la paleta contra la pared inclinándose sin perdernos de vista y se sacó, no sé cómo, un mazo de naipes de un bolsillo y empezó a hacerlos restallar entre las manos. Dijo a Carletto, que la miraba incrédulo con la boca abierta, que aquella era la buenaventura y que si tenía ganas de oírsela decir. Carletto, inesperadamente, avanzó un paso y se animó y pasó la mano sobre la mesa como para despejarla para que la gitana pudiera hacernos su juego. Pero la gitana pidió «una señal».

Puse sobre la mesa una moneda —la primera que me vino a los dedos—, y ella empezó a mirarme fijamente deslizando las cartas bajo el pulgar. Entonces le dije que la suerte no la esperaba yo, sino el otro, y reí como había sonreído ella antes y fui al hornillo, lo aticé y me volví para decir que conocía mi suerte durante al menos tres años. Ella, sin insistir, cogió la mano de Carletto y le dio la vuelta con la palma hacia arriba.

La mano gruesa y pesada de Carletto, abandonada en las manos de la mujer y escrutada de aquel modo, resultaba extraña. Pero la gitana la dejó caer de inmediato y dijo que manos como aquella no hablaban. Puso el mazo de naipes sobre la mesa y los extendió. Yo ahora la veía inclinada, casi de espalda, oía sus murmullos y sus alientos, los grititos de sorpresa —las palabras que se le dicen a un bebé o a un gatito al mimarlos—. Aquellas botas y el pañuelo rojo, y los ojos vivos y escurridizos que adivinaba atentos al juego, casi me hicieron olvidar que ya no era joven. No me habría asombrado si, volviéndose, me hubiera aparecido hermosa y fiera, risueña, como la novia de un bandido.

Quien la escuchaba con el corazón en un puño era Carletto. Dubitativo y atento, con el entrecejo fruncido, seguía los gestos de las manos sobre las cartas, recibía la revelación y saludaba las figuras con el aire de quien las viese entonces por primera vez. Aventuró incluso alguna pregunta.

La gitana le decía que dejase obrar a las mujeres. Dos mujeres, una conocida y una desconocida, se lo disputaban y se vigilaban entre sí. Sus rivales estaban ya derrotados desde el principio. Una carta estaba volando hacia él. Una enfermedad cambiaría su suerte. A la suerte, además, basta con interrogarla para que se apresure. En ese mismo momento estaban contando una suma que le estaba destinada y una mujer soñaba con sus besos.

—¿Quiere café? —le pregunté a la gitana cuando se volvió.

Había olvidado los pliegues oscuros que le tallaban la boca y me sorprendieron cuando los vi de nuevo. Lástima aquella sequedad y aquella tensión de los rasgos. Tenía los ojos y los movimientos de una mujer que había sido guapa.

Ella sonrió, con aquel involuntario rostro de mofa que constituía su cordialidad. Se acomodó la falda, se pasó un dedo entre la garganta y el pañuelo y recorrió la habitación con mirada voluble, cogiendo la taza.

Se sentó, contestó a Carletto, que quería saber algo más, pero volviéndose hacia mí, y dijo que todos los hombres tienen un destino y una mujer que piensa en ellos.

Carletto le preguntó cuál era el destino de las mujeres. Se me escapó una sonrisa. Había hablado de pie, con una voz entre torpe y tentadora, como de quien quiere bromear, con un rostro aún serio y ceñudo.

—El hombre —dijo la gitana, acercando la boca a la taza.

Y nos escrutó mientras bebía. Le miré las botas otra vez.

—Lleva botas de hombre —dije—. ¿Las usa siempre?

—Hago mucho camino.

—¿No van en carro?

—El carro hay que empujarlo, cuando las carreteras están rotas.

—¿No se paran en los pueblos?

Carletto nos miraba hablar, vacilante, al lado de mi silla. Dijo alzando la cabeza:

—No está nada bien una mujer con ese calzado. ¿Las lleva siempre en los pies?

La gitana rió, un poco ronca.

—Me las quito para dormir en la cama.

Y miró, con aquellos ojos, a nuestras espaldas.

—¿Tienen cama en el carro? —dije.

Me escudriñó, impávida.

—No, pero a veces encuentro alguna que me gusta.

Entonces me volví hacia Carletto, como para invitarlo a decir la suya. Carletto, con las manos en los bolsillos, examinaba de abajo arriba a la gitana, entre dispuesto y enfadado. «Ahora le cuenta de su mujer», pensaba. Pero Carletto se adelantó un paso, con la cabeza gacha como un toro, y con voz insegura, casi rabiosa, balbució:

—Si se quita las botas, aquí también podría dormir.

La mujer me miró a mí, a él, miró al medio, nos miró a ambos y tenía de nuevo en la boca aquel pliegue maquinal. Pero esta vez reía.

Callamos un momento y me levanté. Fuera la niebla había adquirido un tono azul, casi caliginoso.

—Ya no llueve —dije mirando al cristal—. Voy a ver si en la fonda hay alguien. Ven tú luego a cenar.

Y sin hacer caso de Carletto, lancé una sonrisa y un ademán de saludo a la gitana, me abroché el impermeable y salí.


En Los cuentos
Traducción: Esther Benítez

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Cesare Pavese



En el poema “La habitación del suicida”, Wislawa Szymborska recrea la perplejidad de los amigos ante el suicidio de alguien que solamente deja, a manera de explicación, un sobre vacío apoyado en un vaso. Cesare Pavese, en cambio, escribió durante quince años una larguísima carta de despedida que hasta aquí hemos leído en calidad de obra maestra. En las cuatrocientas páginas de El oficio de vivir, Pavese cultiva la idea del suicidio como si se tratara de una meta o de un requisito o de un sacramento, al punto que, finalmente, se hace difícil moderar la caricatura: no es el enigmático amigo de Wislawa Szymborska o el suicida que en un poema de Borges dice “Lego la nada a nadie”. Por el contrario, Pavese es consciente de su legado: sabe que deja una obra importante, cumplida, sabe que ha escrito alta poesía, sabe que sus novelas soportarán con decoro el paso del tiempo. No tenía motivos para quitarse la vida, pero se encargó de inventarlos, de darles realidad. El oficio de vivir es un registro de teorías y de planes, de diatribas y digresiones, pero sin duda en la lectura prevalece el recuento de pensamientos fúnebres, casi siempre extremos y a veces más bien peregrinos, propios de un joven envejecido que de a poco va convirtiéndose en un viejo adolescente. Tal vez hay que ser como ese joven o como ese viejo para valorar, en plenitud, el diario de Pavese. Tal vez hay que querer suicidarse para leer El oficio de vivir.


Pero no es necesario querer suicidarse para disfrutar de libros perfectos como La luna y las fogatasLa playaTrabajar cansa Vendrá la muerte y tendrá tus ojos. La mayor virtud de El oficio de vivir es que da pistas sobre la obra de Pavese: si quitamos las referencias a su vida amorosa quedaría un libro delgado y excelente. Ahora me parece que al diario le sobran muchas páginas: sus impresiones sobre las mujeres, por ejemplo, no se compadecen con la comprensión verdadera o al menos verosímil de lo femenino que uno cree leer en La luna y las fogatasEntre mujeres solas o en algunos de sus poemasPor momentos Pavese es solamente ingenioso y más bien vulgar: “Ninguna mujer contrae matrimonio por conveniencia: todas tienen la sagacidad, antes de casarse con un millonario, de enamorarse de él.” Su misoginia es, con frecuencia, rudimentaria: “En la vida, les sucede a todos que se encuentran con una puerca. A poquísimos, que conozcan a una mujer amante y decente. De cada cien, noventa y nueve son puercas.” Más divertido y negrísimo es el humor de un pasaje en que comenta aquello de que un clavo saca a otro clavo: para las mujeres el asunto es muy simple, dice, pues les basta con cambiarse de clavo, pero los hombres están condenados a tener un solo clavo. No sé si hay humor, en cambio, en estas frases: “Las putas trabajan a sueldo. ¿Pero qué mujer se entrega sin haberlo calculado?” El siguiente chiste, en todo caso, me parece muy bueno: “Las mujeres son un pueblo enemigo, como el pueblo alemán.”


Es cierto que cometo una injusticia al presentar a Pavese como un precursor de la stand up comedy, pero denigrarlo es seguir el juego que él mismo propuso. Otro libro breve o no tan breve que podría extraerse de El oficio de vivir es el de la ya mencionada autoflagelación literaria. Al comienzo duda, razonablemente, de su escritura: se queja de su idioma, de su mundo, de su lugar en la sociedad, se retracta de sus poemas, quiere escribirlos de nuevo o no haberlos escrito. Desea experimentar el placer de negarse, de partir, siempre, desde cero: “He simplificado el mundo en una trivial galería de gestos de fuerza y de placer. En esas páginas está el espectáculo de la vida, no la vida. Hay que empezarlo todo de nuevo.” La observación no es casual, porque contiene una ética: el artista es siempre un eterno amateur, sus triunfos amenazan el progreso de la obra. Pero se queja tanto que escucharlo a veces se vuelve insoportable. Poco después de los lamentos iniciales, Pavese ha construido una obra inmensa que le da satisfacciones reales, que le permite ser alguien muy parecido a quien siempre quiso ser. Pero ahora se queja lo mismo y un poco más: “Estás consagrado por los grandes maestros de ceremonias. Te dicen: tienes cuarenta años y ya lo has logrado, eres el mejor de tu generación, pasarás a la historia, eres extraño y auténtico... ¿Soñabas otra cosa a los veinte años?” La respuesta es, en cierto modo, conmovedora: “No quería sólo esto. Quería continuar, ir más allá, comerme a otra generación, volverme perenne como una colina.”


Pavese era un buen amigo, dice Natalia Ginzburg, pues la amistad se le daba sin complicaciones, naturalmente: “Tenía un modo avaro y cauto de estrechar la mano al saludar: daba pocos dedos y los retiraba enseguida; tenía un modo arisco y parsimonioso de sacar el tabaco de la bolsa y llenar la pipa; y tenía un modo brusco y repentino de regalarnos dinero, si sabía que nos hacía falta, un modo tan brusco y repentino que nos dejaba boquiabiertos.” En un fragmento de Léxico familiar y en un breve y bellísimo ensayo de ese libro breve y bellísimo que se llama Las pequeñas virtudes, Natalia Ginzburg evoca los años en que ella y su primer marido trabajaron con Pavese en Einaudi, tiempos difíciles a los que el poeta se integra trabajosamente: “Algunas veces estaba muy triste, pero durante mucho tiempo nosotros pensamos que se curaría de esa tristeza cuando se decidiera a hacerse adulto, porque la suya nos parecía una tristeza como de muchacho, la melancolía voluptuosa y despistada del muchacho que todavía no tiene los pies sobre la tierra y se mueve en el mundo árido y solitario de los sueños.”


“Pavese cometía errores más graves que los nuestros, porque los nuestros se debían a la impulsividad, a la imprudencia, a la estupidez y al candor, en cambio los suyos nacían de la prudencia, de la sagacidad, del cálculo y de la inteligencia”, agrega Natalia Ginzburg, y luego señala que la virtud principal de Pavese como amigo era la ironía, pero que a la hora de escribir y a la hora de amar enfermaba, súbitamente, de seriedad. La observación es decisiva y, a decir verdad, ha sobrevolado con persistencia mi relectura de Pavese: “A veces, cuando ahora pienso en él, su ironía es lo que más recuerdo y lloro, porque ya no existe: de ella no queda ningún rastro en sus libros, y sólo es posible hallarla en el relámpago de aquella maligna sonrisa suya.” Decir de un amigo que en sus libros no hay ironía es decir bastante. En las páginas de El oficio de vivir, en efecto, por largos pasajes el humor se limita a inyecciones de sarcasmo o a meros manotazos de inocencia.


“Mi creciente antipatía por Natalia Ginzburg”, anota Pavese en 1946, “se debe al hecho de que toma por granted, con una espontaneidad también granted, demasiadas cosas de la naturaleza y de la vida. Tiene siempre el corazón en la mano –el parto, el monstruo, las viejecitas. Desde que Benedetto Rognetta ha descubierto que es sincera y primitiva, ya no hay manera de vivir.” La amistad admite estos matices, y a su manera tajante y delicada la escritora responde: “Nos dábamos perfecta cuenta de las absurdas y tortuosas complicaciones de pensamiento en que aprisionaba su alma sencilla, y habríamos querido enseñarle algunas cosas, enseñarle a vivir de un modo más elemental y respirable; pero nunca hubo manera de enseñarle nada, porque cuando intentábamos exponerle nuestras razones, levantaba una mano y decía que él ya lo sabía todo.” Debo decir que me quedo con la sincera y primitiva y no con el sabelotodo. Porque sin duda Pavese era un sabelotodo. Por eso mismo su soliloquio se vuelve enojoso. Lo que mejor sabía era, en todo caso, que sufría inmensamente: “Es quizás ésta mi verdadera cualidad (no el ingenio, no la bondad, no nada): estar encenagado por un sentimiento que no me deja célula del cuerpo sana.” Acaso estaba secretamente de acuerdo con su amiga Natalia. Pienso en este fragmento del diario, que tal vez da la clave del sufrimiento de Pavese: “Quien no sabe vivir con caridad y abrazar el dolor de los demás, es castigado sintiendo con violencia intolerable el propio. El dolor sólo puede ser acogido elevándolo a suerte común y compadeciendo a los otros que sufren.”


Algo va mal en este artículo. Mi intención era recordar a un escritor que admiro, y ya se ve que la admiración ha amainado. Lo comento con una amiga, por teléfono, a quien no le gusta y nunca le ha gustado Pavese. Tal vez la primera vez que leíste El oficio de vivir, me dice, querías suicidarte. Todos los estudiantes de literatura quieren suicidarse, dice, y yo me río pero enseguida respondo, con pavesiana seriedad, que no, que nunca quise suicidarme. Tal vez entonces, a los veinte años, me impresionaba la forma de expresar el malestar; la descripción precisa de un dolor que parecía enorme y que sin embargo no rivalizaba con la posibilidad de plasmarlo. Es curioso, pienso ahora: Pavese lucha con el lenguaje, construye un italiano propio o nuevo, valida las palabras de la tribu y los problemas de su tiempo. No se adhiere a fórmulas, desconfía de las proclamas, de los falsos atavismos. Es, en un punto, el escritor perfecto. Pero en otro sentido es un pobre hombre que anhela exhibir su pequeña herida. Me pregunto si era necesario saber tanto sobre Pavese. Me pregunto si verdaderamente a alguien le importa saber sobre su impotencia, su eyaculación precoz, sus masturbaciones. No lo creo.


Pavese solía releer su diario para echar tierra sobre alguna observación apresurada o, más frecuentemente, para enfatizar una intensidad que ya era alta. Las numerosas referencias internas y el uso de la segunda persona constituyen la retórica de El oficio de vivir. La segunda persona reprende, humilla, pero a veces también infunde ánimo: “Ten valor, Pavese, ten valor.” El efecto, en todo caso, nunca me parece esencial: cualquiera de esos fragmentos funcionaría mejor en primera persona. Más que una complejidad del yo, la segunda persona comunica la dificultad del desdoblamiento y suena siempre tremendista: “También has conseguido el don de la fecundidad. Eres dueño de ti mismo, de tu destino. Eres célebre como quien no trata de serlo. Pero todo esto se acabará.” Hay pedazos, sin embargo, notables: “Recuerdas mejor las voces que las caras de las personas. Porque la voz tiene algo de tangencial, de no recogido. Dada la cara, no piensas en la voz. Dada la voz –que no es nada– tiendes a hacer de ella una persona y buscas una cara.”


Releí El oficio de vivir, pues había comprometido un reportaje sobre Santo Stefano Belbo, el pueblo natal del escritor, con la excusa del centenario de su nacimiento. Alguien criado en el país de Neruda no debería hacer este tipo de viajes: crecimos en el culto al poeta feliz, crecimos con la idea de que un poeta soltaba sus metáforas a la menor provocación, que acumulaba casas y mujeres y dedicaba la vida a decorarlas (las casas y a las mujeres). Crecimos pensando que los poetas coleccionaban –además de casas y de mujeres– mascarones de proa y botellas de Chivas de cinco litros. Para nosotros el turismo literario es cosa de gringos, de japoneses que adoran el dinero que han pagado para maravillarse con historias asombrosas. Por fortuna, nada de eso hay en Santo Stefano Belbo, un pueblo de cuatro mil tranquilos habitantes, que vive de las viñas y goza de una estabilidad muy parecida al aburrimiento.


Así como repasar el diario de Pavese ha sido decepcionante, visitar el pueblo que sirve de escenario a La luna y las fogatas constituye una emoción compleja. Pavese interrogó este paisaje con preguntas verdaderas, movido por el vértigo de quien busca recuerdos en los recuerdos. Walter Benjamin lo dice con precisión, cuando habla, en un texto sobre Proust, de la “legalidad” del recuerdo. Es este el paisaje que recordaba Pavese cuando invocaba esa “legalidad”: el valle, la colina, la iglesia, las ruinas de una torre medieval; un verde apacible queda en los ojos y todo parece caber en una sola mirada larga. Encuadro la imagen para situar el río Belbo y el camino a Canelli, que en La luna y las fogatas es el camino donde empieza el mundo. De puro diletante planeo alojarme en el Albergo dell’Angelo, donde se hospeda el narrador en la novela, pero el recinto ya no funciona como hotel, por lo que me quedo en un razonable bed & breakfast. Reconozco el terreno mientras pienso en versos de “Los mares del Sur” y en el poema “Agonía”, que no es el mejor de Pavese pero sí el que más me gusta: “Están lejos las mañanas cuando tenía veinte años./ Ahora, veintiuno: ahora saldré a la calle,/ recuerdo cada piedra y las estrías del cielo.” Mientras camino recupero a Pavese: “Nos hace falta un país, aunque sólo sea por el placer de abandonarlo”, digo, de memoria: “Un país quiere decir no estar solos, saber que en la gente, en las plantas, en la tierra hay algo tuyo, que aun cuando no estés te sigue esperando.”


Ya me gusta, de nuevo, Pavese.


Según Italo Calvino, la zona de las Langhe del Piamonte era famosa no sólo por sus vinos y sus trufas, sino también por la desesperación de las familias que allí habitaban. Calvino pensaba, claro, en el brutal desenlace de La luna y las fogatas y no en esta tarde agradableBusco, absurdamente, indicios de desesperación en ese mundo de niños en bicicleta y gente que vuelve a paso lento del trabajo.


Los extranjeros vienen a Santo Stefano solamente para ver, como yo, la casa natal de Pavese, un sitio más bien desangelado que es como la casa natal de cualquiera: en esta cama nació el poeta, dice el guía, y no queda mucho más que imaginarse al pequeño Cesare, en 1908, llorando como condenado. También hay una galería atiborrada de pinturas de los más diversos estilos. Son, en su gran mayoría, bocetos nada buenos, puestos unos junto a otros por orden de llegada. El guía me dice que se trata de las obras ganadoras de un concurso anual destinado a recordar la vida y la obra del escritor. Pienso que esas murallas atestadas de primeros lugares y menciones honrosas lucieron, en su momento, una acogedora desnudez. Pero es mejor, quizás, el desorden del homenaje.


Tomo fotos, muchas fotos: soy, por dos días, el japonés que visita el pueblo donde nació Cesare Pavese. Hay una que me gusta especialmente, donde figura su retrato en la vitrina de una tienda de zapatillas para niños. Hay alusiones, hay dibujos, hay grafitis de Pavese por todas partes: Santo Stefano ha hecho lo posible por rendirle culto al poeta y hay belleza en ese esfuerzo. Pero el centenario de Pavese no invita, en general, a estridencias. No era, finalmente, tan buen personaje como Neruda. Menos mal.


Los niños de Santo Stefano Belbo aprenden, desde pequeños, que en este pueblo nació un gran escritor que nunca fue feliz. Los niños de este pueblo aprenden desde temprano la palabra “suicidio”. Los niños saben de antemano que, en este pueblo, trabajar cansa.


Me oriento gracias a Anka, una joven rumana que conocí en el restorán cercano a la estación de trenes. Está de paso en Italia, visitando a su hermana. Le pregunto si se aburre y me responde que sí, porque acá casi nadie habla inglés y menos rumano (y muchos cultivan, todavía, el piamontés). Anka me dice que hay un chileno en el pueblo y que debería verlo. No busco chilenos, le respondo, y me mira desconcertada. Me retracto, por cortesía. Le digo que me gustaría mucho conocer a ese chileno y ella arregla la cita. Es en el bar Fiorina, frente a la plaza principal. Poco antes de llegar copio en un disco toda la música chilena que tengo en el computador. Pero Luis, el chileno, es en realidad un peruano de Arequipa. Le regalo el disco de todos modos. Luis tiene 35 años, desde hace seis vive en Italia y hace cuatro vino a dar a Santo Stefano Belbo. Trabaja en una fábrica de bombas de agua y da la impresión de que vive bien. Yo no he leído a Pavese, me dice de repente: para miserias basta con las propias, dice, y tiene toda la razón.


Hablo con varios amigos de Luis. Fabio, de 26 años, es el más cordial. Hablamos lento y logramos entendernos. No le gusta leer, dice, pero como todo santostefanino que se precie, conoce bien la obra de Pavese. Me gusta porque habla de este pueblo, dice, pero en el fondo no me gusta, rectifica, como pensando en voz alta, como decidiendo: no, no me gusta Pavese. A mí tampoco me gusta el chileno Neruda, le respondo. Yo me sé varios poemas de Pavese de memoria, dice Fabio, riendo. Yo también me sé algunos de Neruda, le digo, y seguimos riendo largo rato y ya tengo un amigo con quien beber las siguientes botellas de nebbiolo.


La ciudad de Pavese fue Turín, allí vivió casi todo el tiempo y allí decidió, en 1950, morir. Santo Stefano Belbo es el lugar de origen y de ensoñación: una aldea a medias real y a medias inventada, un escenario para la infancia. “El arte moderno es una vuelta a la infancia”, dice Pavese: “Su motivo perenne es el descubrimiento de las cosas, descubrimiento que después puede acontecer, en su forma más pura, sólo en el recuerdo de la infancia.” Su pensamiento es cercano al de Baudelaire: el artista es un convaleciente que vuelve de la muerte para observar todo como por primera vez. Pavese incluso va más lejos: “En el arte sólo se expresa bien lo que fue asimilado ingenuamente. No les queda a los artistas más que volverse hacia la época en que no eran artistas e inspirarse en ella, y esta época es la infancia.”


“Se admiran solamente aquellos paisajes que ya hemos admirado”, dice Pavese en el diario. Me pregunto si Santo Stefano Belbo ha cambiado mucho en estas décadas. Seguramente. Pero me gusta pensar que Pavese observaría una sutil permanencia.


Mientras espero el tren de vuelta, releo los fragmentos de La luna y las fogatas. Santo Stefano Belbo ha dejado atrás la violencia, pienso, y tal vez me engaño. Imagino las hogueras en la colina, recuerdo a Nuto y al niño rengo de la novela, los pasajes en que el narrador relata su vida en California, en fin, conjeturo la distancia de que se vale Pavese para construir un libro leve y oscuro. Pienso que me ha gustado Santo Stefano Belbo o que me ha gustado saber que a Pavese le gustaba. Para él la atracción llevaba implícita, siempre, una zona de rechazo, y es eso lo que me sucede también a mí: que he odiado el diario de Pavese –que he odiado el diario que amaba– y he amado sus demás libros. No llego a una conclusión o sí llego, pero se parece demasiado al comienzo: en La luna y las fogatas, por lo pronto, está todo lo que Pavese tenía que decir. El resto, su vida, es una extensa nota al margen, nada más que la larga carta de un demorado suicida.


“Pero la gran, la tremenda verdad es ésta: sufrir no sirve para nada”, dice Pavese. “En el fondo, tú escribes para estar como muerto, para hablar desde fuera del tiempo, para convertirte para todos en un recuerdo”, dice Pavese. Son citas lapidarias, ya clásicas. Pero me parece mejor terminar este texto con el bluesdelicioso que escribió en inglés poco antes de morir, acaso ya resignado a la música menor, al fraseo final del olvido: “All is the same/ time has gone by—/ some day you came/ some day you’ll die.// Someone has died/ long time ago—/ someone who tried/ but didn’t know.” ~

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70 Frases de Cesare Pavese y el arte del sufrimiento



La controvertida personalidad del novelista, poeta y crítico literario Cesare Pavese no sólo caracterizó la totalidad de su obra sino que logró erigirle como una de las más grandes figuras literarias e intelectuales de la primera mitad del siglo XIX. Su literatura, inundada de reflexiones acerca de las inquietudes y angustias del hombre contemporáneo, es una inmersión en la atracción de lo desconocido de la que los más sagaces lectores no pueden escapar. En Frases de la Vida queremos tentarte con nuestra selección de frases de Cesare Pavese, con la certeza de que serás incapaz de resistirte al misterio que encierra su escritura.
Habiendo finiquitado su licenciatura en Filología Inglesa por la Universidad de Turín con una destacable tesis sobre Walt Whitman, la incursión en el mundo literario de Cesare Pavese se produjo a través de su labor de traducción, contribuyendo a la difusión de autores de la talla de Sherwood Anderson, Gertrude Stein, John Steinbeck, Ernest Hemingway, William Faulkner y James Joyce. Al mismo tiempo, comenzó a destacar como crítico literario gracias a sus sagaces comentarios y observaciones.
Frases de Cesare Pavese y el arte del sufrimiento 1
No obstante, en su etapa como director de la revista Cultura desarrolló su posición antifascista manteniendo correspondencia con un prisionero político, motivo por el cual se vio obligado a buscar refugio junto a su hermana en Serralunga di Crea. De hecho, su desengaño político, junto a su frustración amorosa, lo arrastraron a constantes crisis depresivas que terminaron derivando en suicidio en 1950, mediante la ingesta de una sobredosis de somníferos.
Trabajar cansa es el título que recibe su primera obra literaria y poemario, aunque posteriormente la bibliografía de Cesare Pavese se centraría en la narrativa, con obras como La luna y las hoguerasEl oficio de vivir, por otro lado, constituye uno de los textos autobiográficos más imponentes de la historia literaria para entender el sinvivir en el que está sumida la humanidad que nos convierte en víctimas a todos nosotros. Antes de proceder con las frases de Cesare Pavese, te facilitamos los enlaces para que puedas adquirir estas lecturas indispensables:
Por último, las frases de Cesare Pavese que siguen a continuación forman parte de su imparable actividad cultural y humanística. Con ellas, podrás ser testigo de la trágica vida que siempre le persiguió y acercarte al abismo de la propia existencia por medio de reflexiones acerca de la familia, el descubrimiento del amor y del sexo, la amistad y, sobre todo, acerca de la soledad y la muerte. Aprende a admirar la belleza que entraña el sufrimiento de la mano de este imperdible autor.

70 Frases de Cesare Pavese y el arte del sufrimiento

1. Serás amado el día en que puedas mostrar tu debilidad sin que el otro se sirva de esto para afirmar su fuerza.
Frases de Cesare Pavese, Serás amado el día en que puedas mostrar tu debilidad sin que el otro se sirva de esto para afirmar su fuerza.2. Uno no se mata por el amor de una mujer. Uno se mata porque un amor, cualquier amor, nos revela nuestra desnudez, nuestra miseria, nuestro desamparo, la nada.
3. En la inquietud y en el esfuerzo de escribir, lo que sostiene es la certeza de que en la página queda algo de no dicho.
4. El arte de vivir es el arte de saber creer en las mentiras.
5. El amor tiene la virtud de desnudar no a los dos amantes uno frente al otro, sino a cada uno delante de sí.
Frases de Cesare Pavese, El amor tiene la virtud de desnudar no a los dos amantes uno frente al otro, sino a cada uno delante de sí.6. No hay venganza más bella que aquella que infligen los otros a tu enemigo. Tiene hasta la virtud de dejarte la parte del generoso.
7. La única alegría en el mundo es comenzar. Es hermoso vivir porque vivir es comenzar, siempre, a cada instante.
8. Si el sexo no fuese la cosa más importante de la vida, el Génesis no empezaría por ahí.
9. Las cosas se descubren a través de los recuerdos que de ellas se tienen. Recordar una cosa significa verla por primera vez. 
10. Los hombres que tienen una tormentosa vida interior y que no buscan desahogo en sus palabras o en sus escritos, son simplemente hombres que no tienen una tormentosa vida interior.
11. La ofensa más atroz que se puede inferir al hombre es negarle que sufra.
12. La lección es siempre una sola: lanzarse de cabeza y saber aguantar el castigo. Es mejor sufrir por haberse atrevido a obrar, que no haberse atrevido. 
13. Quien tiene una pasión dominante, odia en función de ella al género humano, porque todos le parecen, con relación a su pasión, rivales o, al menos, resistencias.
14. Todos los pecados tienen su origen en el complejo de inferioridad, que otras veces se llama ambición.
Frases de Cesare Pavese, Todos los pecados tienen su origen en el complejo de inferioridad, que otras veces se llama ambición.15. Es preciso observar bien esto: en nuestros tiempos el suicidio es un modo de desaparecer, se comete tímidamente, silenciosamente, chatamente. no es ya un hacer, es un padecer.
16. Todo lujo hay que pagárselo. Todo es lujo; empezando por estar en el mundo.
17. No recordamos días, recordamos momentos. 
Frases de Cesare Pavese, No recordamos días, recordamos momentos. 18. Es verdad que sufriendo se puede aprender muchas cosas. Lo malo es que al haber sufrido hemos perdido fuerzas para servirnos de ellas. 
19. Hay una cosa más triste que fallar en los propios ideales: haberlos realizado.
20. Todos los afectos más sagrados no son más que una perezosa costumbre.
21. Todo el problema de la vida es éste: cómo romper la propia soledad, cómo comunicarnos con otros. 
22. ¿Te asombras de que otros pasen junto a ti y no sepan, cuando tú pasas junto a tantos y no sabes, no te interesa, cuál es su pena, su cáncer secreto?
23. ¡La fuerza de la indiferencia! Es la que permitió a las piedras perdurar inmutables durante millones de años. 
Frases de Cesare Pavese, ¡La fuerza de la indiferencia! Es la que permitió a las piedras perdurar inmutables durante millones de años. 24. En general está por norma dispuesto a sacrificarse quien de otro modo no sabe darle un sentido a su vida. 
25. Busca en el hombre pobre las virtudes del rico (exquisitez, sentimientos delicados, sociabilidad, etc.) y en el rico las virtudes del pobre (seriedad, pragmatismo sencillo, bondad laboriosa, etc.).
26. Los suicidas son homicidas tímidos.
27. Sabemos utilizar la estrategia amorosa sólo cuando no estamos enamorados.
28. Cuando somos jóvenes lamentamos no tener una mujer, cuando nos hacemos viejos lamentamos no tener a la mujer.
29. El dolor es una cosa bestial y feroz, trivial y gratuita, natural como el aire.
Frases de Cesare Pavese, El dolor es una cosa bestial y feroz, trivial y gratuita, natural como el aire.30. La dificultad del suicidio está en esto: es un acto de ambición que se puede cometer sólo cuando se haya superado toda ambición.

Frases de Cesare Pavese en Vídeo

31. El futuro vendrá de un largo dolor y un largo silencio.
32. Hasta sacrificarse o renunciar es un problema de astucia.
33. Los problemas que agitan a una generación se extinguen para la generación sucesiva no porque hayan sido resueltos sino porque el interés general los deroga.
34. Tienen sentido del humor quienes tienen sentido práctico.
35. Es fácil ser buenos cuando no estamos enamorados.
36. Pero la grande, la tremenda verdad es ésta: sufrir no sirve de nada.
37. Es pecado lo que inflige remordimiento.
38. Si es cierto que nos acostumbramos al dolor, ¿cómo es que con el paso de los años sufrimos cada vez más?
39. Su franco era el mío. Su voz era como abrazarla.
40. Es hermoso escribir porque reúne las dos alegrías: hablar uno solo y hablarle a la multitud.
41. He aquí la prueba de que todo en ti es orgullo. Ahora que has reconquistado el permiso de telefonearle y escribirle, no sólo no lo haces, sino que siquiera sientes la necesidad ardiente de hacerlo.
42. Cada cual tiene la filosofía de sus propias actitudes.
43. Escribir poesía es como hacer el amor: nunca se sabrá si la propia alegría es compartida.
44. Un hombre nunca está completamente solo en este mundo. En el peor de los casos, tendrá la compañía de un niño, de un joven, y ocasionalmente la de un hombre hecho y derecho… aquel que solía ser.
45. No se desea poseer a una mujer, se desea poseerla nosotros solos.
46. Si quiere viajar lejos y rápido, viajar ligero, quítese todas las envidias, los celos, el rencor, el egoísmo y el temor.
47. Las generaciones no envejecen. Todo joven de cualquier época y civilización tiene las mismas posibilidades de siempre.
48. Nadie nos dijo que veníamos a gozar de esta vida.
49. ¿Qué es la vida eterna sino aceptar el instante que viene y el instante que se va?
50. Ninguna mujer contrae matrimonio por interés: todas tienen la astucia, antes de casarse con un millonario, de enamorarse de él.
51. La he creado del fondo de todas las cosas que me son más queridas, y no llego a entenderla.
52. El amor es la religión a mejor precio.
53. ¡A quien no se salva por sí sólo, nadie lo puede salvar!
54. Nada va más de prisa que los años.
55. Todo poeta se ha angustiado, se ha asombrado y ha gozado.
56. No hay cosa más amarga que la aurora de un día en el que nada ocurrirá.
57. Con amor o con odio, pero siempre con violencia.
58. La sorpresa es el móvil de cada descubrimiento.
59. La vida es dolor, y el goce del amor es un anestésico.
60.He viajado lo suficiente por el mundo como para saber que todas las carnes son buenas y valen lo mismo, y eso es precisamente lo que estraga y por lo que uno busca echar raíces, hacerse tierra y pueblo, para que su carne tenga sentido y dure más que un triste cambio de estación.
61. Oh, amada esperanza, aquel día sabremos, también, que eres la vida y eres la nada.
62. La literatura es la defensa frente a las ofensas de la vida.
63. Amor es deseo de conocimiento.
64. Esta muerte que nos acompaña de la mañana a la noche, insomne, sorda, como un viejo remordimiento o un vicio absurdo.
65. A un padre siempre hay que ayudarlo. Hace falta enseñarle que la vida es difícil. Si después, como es justo, llegas donde él quería, debes convencerlo de que estaba equivocado y que lo hiciste por su bien.
66. Despertar el sentido de la maravilla en nosotros mismos es mirar resueltamente, sin detenernos, un simple objeto. De pronto, milagrosamente, se revelará a sí mismo como algo que nunca antes habíamos visto.
67. A veces una mujer encuentra los restos de un barco hecho pedazos y decide hacer con ellos un hombre sano. En ocasiones lo consigue. Otras veces una mujer encuentra un hombre sano y decide hacerlo pedazos. Siempre lo consigue.
68. Vendrá la muerte y tendrá tus ojos.
69. Niños o adultos nacemos, no nos hacemos. Y ahora consuélate
70. Hay algo más triste que envejecer, y es seguir siendo niño.
Esperamos que hayas disfrutado de nuestra recopilación de frases de Cesare Pavese tanto como nosotros hemos gozado seleccionándolas para ti. Cuéntanos, ¿has leído alguna de sus obras? ¿Cuál de estas frases de Cesare Pavese representa mejor tus pensamientos? Déjanos un comentario con todas tus apreciaciones. Estamos deseando conocerte y poder hablar contigo.
Si quieres leer más frases de autores interesantes como Cesare Pavese no te pierdas la recopilación de frases de Marguerite Yourcenar, o las de Virginia Woolf.


VENDRÁ LA MUERTE Y  TENDRÁ
TUS OJOS
 
 
Vendrá la muerte y tendrá tus ojos
esa muerte que nos acompaña
desde el alba a la noche, insomne,
sorda, como un viejo remordimiento
o un absurdo defecto. 
 
Tus ojos serán una palabra inútil,
un grito callado, un silencio.
Así los ves cada mañana
cuando sola te inclinasante el espejo.
 
Oh, cara esperanza,
aquel día sabremos, también,
que eres la vida y eres la nada.
 
Para todos tiene la muerte una mirada.
Vendrá la muerte y tendrá tus ojos.
Será como dejar un vicio,
como ver en el espejo
asomar un rostro muerto,
como escuchar un labio ya cerrado.
Mudos, descenderemos al abismo.






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