Edward Hopper (Nyack, 1882 - Nueva York, 1967)
Considerado el pintor norteamericano más representativo del siglo XX, sin ser revolucionario esbozó personajes solitarios y melancólicos atrapados en una cruda realidad.
Al margen de las corrientes vanguardistas de la época, su estilo sencillo y casi esquemático influyó en la vuelta al arte figurativo, resultando indudable su influencia en el Pop Art.
Habitación de hotel (1931), una de sus obras más representativas podemos admirarla en el el museo Thyssen-Bornemisza, de Madrid: la soledad, el aislamiento y la melancolía del entorno urbano.

Summertime

Pero los días pasan y pasan sin noticia, sin noción, en el tranvía, en el estanco, en mi ventana… nada. Desesperado, una tarde bajo la guardia y me voy a la exposición de Hopper, Portraits of America. Todo tenía allí un perfume de misteriosa voluptuosidad imposible de describir. Recuerdo un sol suave de primavera, acariciador y sobre todo el perfume, ese perfume envenenador… ¿a violetas, margaritas y madreselva? Algo me inducía a pasear sin prisa por las espaciosas salas del Centro de Estudios Americanos, un edificio neoclásico con enormes ventanales que daban sobre la exuberante Plaza Swedemborg, o sobre los suntuosos patios, todos profusamente floridos en aquella época del año. Subí las enormes escaleras del frontispicio sin prisa y sin esfuerzo. Relajado. Y, de entrada, Soir blue, una imagen inquietante: un pierrot tomando algo en la mesa de una terraza burguesa y al que yo creo jugando a las cartas rutinariamente. Creo, porque una jarra de agua y el respaldo de una silla ocultan lo que lleva entre las manos. Cara blanca, por supuesto, ojos partidos por una espeluznante raya vertical del mismo rojo escarlata de los exagerados labios. ¿Qué me aterra de esa figura? Y entre los labios, relajado, un cigarrillo recién encendido. Sí, es eso, la ruptura, el extrañamiento: un pierrot en la terraza de un bar, aburrido y malcarado, espanta. Y, frente a él, una mujer soberbia, desafiante, con labios y pómulos del mismo rojo que el pierrot, reta incitante. Sólo la pose tranquila y coherente del viejo lobo de mar sentado a la izquierda, frente a mí, me tranquiliza y me anima a seguir. Pero la mirada del pierrot, no triste sino despreocupada, me perseguirá. Aves nocturnas, me siento veinte minutos frente a tanta soledad.
Me inquieta, también. Pero me gusta. Como me gusta Luz del sol en una cafetería, porque me recuerda a esa luz distinta y maravillosa que tiene la habitación de un hotel y hasta la recepción cuando lo abandonamos a media mañana presintiendo con anticipada nostalgia que nunca más volveremos allí. Sol en una habitación vacía, no sé, le falta algo, una silla quizá, movimiento... Y así voy pasando la tarde hasta que llego a Summertime, una muchacha seguramente rubia pero que yo la veo pelirroja reverbera ondas que casi recuperan en mi memoria a la hermosa chica del tranvía. Aquellos labios rebosantes de maldad apenas oculta bajo una tenue sonrisa:
usted… tú… ¿no eres de Peligros?
En el peldaño más bajo de la entrada a una casa georgiana, firme, el pie derecho ligeramente adelantado y la mano acariciando el fuste de una columna lisa con ecos dóricos, su sombra se extiende a la espalda por el resto de la escalera adaptándose elásticamente a su quebrado perfil. Lleva un vestido ligero, blanco, ceñido de cintura para arriba, destacando un sinuoso talle y unos buenos pechos, la falda de transparente y seductora gasa descubre a la altura de las rodillas unas tentadoras piernas cuyos pies se recogen en unos sencillos zapatos de tacón. La cabeza alta en actitud firme pero expectante, incluso soñadora, la cubre un sombrero de paja, que con un toque informal alivia cierta majestad. Alguien va a venir a recogerla. Me siento frente a ella hasta que cierran la exposición y me echan del recinto. Salgo con un folleto: el próximo viernes conferencia de Stefan Gautier. Iré, sin duda, siempre he seguido sus pasos, siempre… aunque lo odie. Pero mañana mismo, en cuanto abran volveré aquí. A ver Summertime. Y de regreso ya a mi buhardilla con las manos en los bolsillos, tomo antes el tranvía y hago cuatro trayectos enteros, atento a Noviciado. Nada. Y cierro los ojos para recobrar el momento perdido, ahora ya con unas facciones que se acercan más a las reales, aunque no termino de fijarlas. Cierro los ojos y trato de recordar también el perfume fresco a lavanda… no, no consigo concentrarme y el rostro inquietante del pierrot serio con el cigarrillo entre los labios se apodera de mí. Pero insisto, escarbo en mi recuerdo:
en el estanco, lo vi un día en el estanco –dijo, como sin darle importancia, como arrepentida de haber empezado a hablarme.
Sí, Isa, muy hermosa. Imposible ocultar tanta belleza.
(Servando Gotor, extraído de Entre las ruinas del cielo, 2011)
https://sites.google.com/site/servandogotor/pintura/edward-hopper-una-exposicion-