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El lobo de Wall Street Martin Scorsese

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El lobo de Wall Street

Martin Scorsese


Hay algo en la nueva película de Martin Scorsese que recuerda a aquellas legendarias crónicas del hampa, historias de ascenso a la cima del poder y posterior caída como Uno de los nuestros o Casino, desarrolladas durante un largo periodo de tiempo. En El lobo de Wall Street, el director italoamericano se basa en una historia real, las memorias del bróker Jordan Belfort, para trasladar sus tramas de mafiosos al igualmente mafioso mundo de las finanzas. A su vez, aporta algunas interesantes novedades a nivel de estilo y, sobre todo, de tono. Ya no estamos tanto ante una tragedia griega como ante una tragicomedia en la que predominan el humor y el exceso más grotescos, un desmesurado grand guignol con el que parece plasmar la decadencia del imperio norteamericano, del capitalismo feroz iniciado en la época de Ronald Reagan, y encarnado en unos personajes sin moral en una bacanal permanente. 


Si en Gangs Of New YorkScorsese ofrecía –con bastante épica y algo de exceso también- su visión sobre la construcción de un país basada en la violencia, aquí nos muestra el principio del fin, o un síntoma de él encarnado en un personaje concreto. La ambición desmedida, la cultura de la personalidad-espectáculo y el hedonismo extremo deBelfort (encarnado con una sobreactuación absolutamente pertinente por parte del niño-adulto Leonardo DiCaprio) no distan mucho de los ingredientes de historias clásicas de degradación moral y fin de una era. Pero lo más interesante de todo es que el cineasta, aliado por primera vez en la gran pantalla con el guionista Terence Winter (Boardwalk EmpireLos Soprano), no establece un juicio directo sobre sus personajes, sino que se vuelve cómplice de ellos en beneficio del espectáculo. También apoyado por el excelso montaje de la gran Thelma SchoonmakerScorsese lleva a su película hacia un subidón permanente de farlopa, quaaludes, alcohol y sexo con prostitutas de lujo, con un desenfreno fílmico que alterna la narración convencional con planos deliberadamente distorsionados y errores de edición voluntarios (esto es, como si la película estuviese en pleno colocón), personajes hablando a la cámara e insertos publicitarios o de series de televisión, además de algunas bromas autorreferenciales: hay un momento, por ejemplo, en que alguien define a Belfort como un aprendiz de Gordon Gekko, el personaje de ficción que protagonizaba Wall Street (1987), cuando, en la vida real, es cierto que él tomó como ejemplo al despiadado tiburón creado por Oliver Stone

Los personajes no dejan de ser típicos de Scorsese. Queda claro que DiCaprio es su nuevo De Niro, pero el mayor hallazgo de la película es Jonah Hill, actor en ascenso que encarna a Donnie Azoff, el lugarteniente de Belfort, y que cumple maravillosamente su función de nuevo Joe Pesci. Desafortunadamente, la esposa del protagonista,Naomi (Margot Robbie), no tiene la entidad de otros de sus personajes femeninos (la Sharon Stone de Casino, por ejemplo), aunque probablemente eso también sea buscado adrede para subrayar que la mujer era un cero a la izquierda, o un simple trofeo, en un mundo tan depredador como insultantemente machista. Interesante es también su retrato (o anti-retrato) de la violencia. Si en los filmes de mafiosos de Scorsese la mostraban de forma completamente gráfica y desatada, aquí sólo se refleja en un fuera de campo muy simbólico, pero si acaso más real, muy significativo como reflejo de los tiempos que vivimos: los protagonistas se enriquecen a costa de estafar a personas cuya cara no vemos. Mientras nadan entre mares de dólares, ignoran el sufrimiento que causan a individuos a los que ni siquiera conocen, en un efecto similar a aquello que se decía tras la invención de la bomba atómica: que el asesino ya no necesitaba ni mirar a los ojos de la víctima. Sólo bastaba con apretar un clic desde la distancia. Y, en este caso, el gatillo es la tecla de un teléfono o un ordenador. Ese, y no el descenso a los infiernos de unos protagonistas que nunca se sienten culpables, es el verdadero elemento trágico de El lobo de Wall Street, invisibilizado con mucha astucia en una película aún más astuta en cuanto nos hace pasar tres horas sin un solo segundo de aburrimiento, con andanadas continuas de diálogos geniales y, atención, un clima cómico que no desarrollaba desde Jo, ¡qué noche! (1985) pero aquí lo hace mucho mejor: hay múltiples momentos de absoluta carcajada.


http://www.notodo.com/cine/biopic/5545_el_lobo_de_wall_street_martin_scorsese.html

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