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Sucede a veces que un traductor de alguna de mis obras me plantea la siguiente pregunta: «Me he perdido a la hora de interpretar este pasaje, porque es ambiguo. Se puede leer de dos maneras diferentes. ¿Cuál fue su intención?».
Dependiendo del caso, tengo tres posibles respuestas:
- Es cierto. He escogido una expresión equivocada. Por favor, elimine cualquier malentendido. Haré lo mismo en la próxima edición italiana.
- He querido ser deliberadamente ambiguo. Si lee con atención, verá que esa ambigüedad guarda relación con la manera de leer el texto. Por favor, esfuércese por mantener la ambigüedad en su versión.
- No me di cuenta de que fuera ambiguo, y, para ser sincero, no tuve intención de que lo fuera. Pero como lector, esa ambigüedad me parece absolutamente fascinante, y fructífera para desentrañar el texto. Por favor, esfuércese por mantener ese efecto en su traducción.
Ahora, si yo hubiera muerto hace algunos años (una hipótesis contraria a los hechos que tiene muchas posibilidades de hacerse realidad antes de que acabe este siglo), mi traductor —actuando como lector e intérprete normal de mi texto— podría haber llegado de forma independiente a una de las siguientes conclusiones, que de hecho coinciden con mis posibles respuestas:
- La ambigüedad en cuestión no tiene sentido y complica la comprensión del texto por parte del lector. Probablemente, el autor no se dio cuenta de ello, así que es mejor eliminar la ambigüedad. «Quandoque bonus dormitat Homerus» («A veces, incluso el buen Homero dormita»).
- Es posible que el autor quisiera ser deliberadamente ambiguo, así que yo debería respetar esa decisión.
- Es posible que el autor no se diera cuenta de que estaba siendo ambiguo. Pero desde un punto de vista textual, ese efecto de incertidumbre es rico en connotaciones e insinuaciones que resultan muy fructíferas para la estrategia textual en conjunto.
Lo que me gustaría decir aquí es que los llamados escritores «creativos» (y ya he explicado lo que puede significar ese pícaro término) no deberían facilitar jamás interpretaciones de su propio texto. Un texto es una máquina perezosa que desea implicar a los lectores en su trabajo, es decir, es un artilugio concebido para provocar interpretaciones (como escribí en mi libro The Role of the Reader). A la hora de interpretar un texto, es irrelevante preguntar al autor. Al mismo tiempo, el lector o la lectora no pueden ofrecer una interpretación cualquiera según su antojo, sino que tienen que asegurarse de que el texto, de algún modo, no solamente legitima una lectura determinada, sino que también la incita.
En Los límites de la interpretación, distingo entre la intención del autor, la intención del lector y la intención del texto. En 1962 escribí Obra abierta[7]. En ese libro, enfatizo el papel activo del intérprete en la lectura de textos dotados de valor estético. Cuando escribí esas páginas, mis lectores se concentraron principalmente en la parte «abierta» del asunto, subestimando el hecho de que la lectura de final abierto que yo apoyaba era una actividad suscitada por (y pensada para interpretar) la obra en cuestión. En otras palabras, estudié la dialéctica existente entre los derechos de los textos y los derechos de sus intérpretes. Tengo la impresión de que en el transcurso de las últimas décadas, los derechos de los intérpretes han cobrado una importancia excesiva.
En varios de mis escritos, he explicado con detalle la idea de la semiosis ilimitada que acuñara C. S. Peirce. Pero la idea de la semiosis ilimitada no lleva a la conclusión de que la interpretación carece de criterios. En primer lugar, la interpretación ilimitada se refiere a sistemas, no a procesos.
Permitan que me explique. Un sistema lingüístico es un mecanismo a partir y a través del cual pueden producirse infinitas cadenas lingüísticas. Si consultamos un diccionario para averiguar el significado de un término, encontramos definiciones y sinónimos —es decir, otras palabras— y tratamos de entender el significado de esas otras palabras, de modo que a partir de su definición podamos pasar a otras palabras, y así sucesivamente, en una cadena que puede alargarse ad infinitum. Un diccionario, como dijo Joyce en Finnegans Wake, es un libro escrito para un lector ideal que padezca un insomnio ideal. Un buen diccionario debe ser circular, debe decir qué significa la palabra «gato» usando otras palabras; de otro modo, bastaría con cerrar el diccionario, señalar a un gato y decir: «Esto es un gato». Muy sencillo, y a todos nos han dado a menudo ese tipo de explicación en nuestra infancia. Pero no es de esa forma como conocemos el significado de «dinosaurio», «sin embargo», «Julio César» o «libertad».
En contraste con ello, un texto, en cuanto resultado de la manipulación de las posibilidades de un sistema, no está abierto de la misma manera. Cuando uno compone un texto, reduce el rango de posibles elecciones lingüísticas. Si uno escribe: «Juan se está comiendo una…», hay una gran probabilidad de que la siguiente palabra sea un sustantivo, y de que ese sustantivo no sea «escalera» (si bien en determinados contextos podría ser «espada»). Al reducir la posibilidad de generar cadenas infinitas, un texto reduce también la posibilidad de intentar determinadas interpretaciones. En el léxico inglés, el pronombre «yo» significa «quienquiera que pronuncie la frase en la que sale "yo"». Por consiguiente, según el conjunto de posibilidades que ofrece el diccionario, «yo» puede referirse al presidente Lincoln, a Osama bin Laden, a Groucho Marx, a Nicole Kidman o a cualquier otro de los miles de millones de individuos que viven en el mundo presente, pasado o futuro. Pero en una carta firmada con mi nombre, «yo» significa «Umberto Eco», con independencia de las objeciones que hizo Jacques Derrida a John Searle en el transcurso de su famoso debate sobre la firma y el contexto[8].
Decir que las interpretaciones de un texto son potencialmente ilimitadas no significa que la interpretación no tenga objeto o cosa existente alguna (hecho o texto) sobre la que concentrarse. Decir que un texto potencialmente no tiene fin no significa que cada acto de interpretación pueda llevar a un final feliz. Por este motivo, en Los límites de la interpretación propuse una suerte de criterio de falsificabilidad (inspirado por el filósofo Karl Popper): si bien puede resultar difícil decidir si una interpretación determinada es buena, o decidir cuál de las dos interpretaciones de un mismo texto es mejor, siempre es posible ver que una interpretación determinada es descaradamente falsa, alocada o descabellada.
Algunas teorías contemporáneas de la crítica dicen que la única lectura fiable de un texto es una interpretación errónea, y que un texto solo existe en virtud de la cadena de respuestas que suscita. Pero esa cadena de respuestas representa los usos infinitos que podemos hacer de un texto (podríamos, por ejemplo, usar una Biblia en lugar de un leño en nuestra chimenea), no el conjunto de interpretaciones que dependen de una serie de conjeturas aceptables sobre la intención de ese texto.
¿Cómo se puede demostrar que una conjetura sobre la intención de un texto es aceptable? La única manera de hacerlo es cotejarla con el texto contemplado como un conjunto coherente. Esta idea es vieja, y procede de san Agustín (De doctrina christiana): cualquier interpretación de un determinado fragmento de un texto es aceptable si se ve confirmada por otro fragmento del mismo texto (y debe rechazarse si ese otro fragmento la desafía). En este sentido, la coherencia textual interna controla unos impulsos del lector que de otro modo serían incontrolables.
Permítanme poner un ejemplo referente a un texto que alienta las interpretaciones más atrevidas de forma intencionada y programática, Finnegans Wake. En los años sesenta, en la revista A Wake Newslitter, hubo un debate sobre alucinaciones históricas factuales que podían identificarse en Finnegans Wake; por ejemplo, referencias al Anschluss germano-austríaco y al Pacto de Munich de septiembre de 1938[9]. Para desafiar esas interpretaciones, Nathan Halper señaló que la palabra Anschluss tiene también significados cotidianos apolíticos (como «conexión» e «inclusión»), y que la lectura política no venía apoyada por el contexto. Para demostrar lo fácil que era encontrar absolutamente cualquier cosa en Finnegans Wake, Halper usó el ejemplo de Beria. En primer lugar, en el principio de «En la fábula del Ondt y el Gracehoper», encontró la expresión «So vi et!» y pensó que podía referirse a la cuasicomunista sociedad de las hormigas. Una página más adelante, encontró una alusión a un «berial», a primera vista una variante de «burial», entierro. ¿Podía tratarse de una referencia al ministro soviético Lavrenti Beria? Pero resulta que Beria era desconocido en Occidente antes del 9 de diciembre de 1938, cuando fue nombrado comisario de pueblo para Asuntos Internos (hasta entonces, no era más que un funcionario común), y en diciembre de 1938, Joyce ya había dado su manuscrito a la imprenta. Además, la palabra «berial» aparecía en una versión de 1929 publicada entransition 12. La cuestión parecía resolverse a partir de comprobaciones externas, aunque algunos intérpretes se mostraron dispuestos a dotar a Joyce de poderes proféticos y de la capacidad de predecir el ascenso de Beria. Ridículo, sin duda, pero entre los admiradores de Joyce se encuentran cosas aún más tontas.
Más interesantes son las pruebas internas, es decir, textuales. En un número posterior deA Wake Newslitter, Ruth von Phul señaló que la intención de «so vi et» podía ser también una especie de «amén» pronunciado por miembros de cuerpos religiosos autoritarios; que el contexto general de esas páginas no era político, sino bíblico; que el Ondt dice: «¡Tan extenso como el reino de Beppy florecerá mi reinado!»; que «Beppy» es el diminutivo italiano de «José»; que «berial» podría ser una alusión oblicua al José de la Biblia (hijo de Jacob y Raquel), que fue enterrado figuradamente dos veces, en el pozo y en la prisión; que José engendró a Effaín, quien a su vez engendró a Beria (Crónicas 23:10); que el hermano de José, Asher, tuvo un hijo llamado Beria (Génesis 45:30), y así sucesivamente[10].
Muchas de las alusiones que halla Von Phul son sin duda descabelladas, pero parece innegable que en esas páginas, todas las referencias son de naturaleza bíblica. Así, la comprobación textual excluye a Lavrenti Beria del opus joyceano. Y san Agustín hubiera estado de acuerdo.
Un texto es un artefacto concebido para producir su Lector Modelo. Este lector no es el que hace la «única conjetura acertada». Un texto puede prever un Lector Modelo destinado a ensayar infinitas conjeturas. El Lector Empírico, en cambio, es simplemente un actor que hace conjeturas sobre el tipo de Lector Modelo requerido por el texto. Puesto que la intención del texto consiste básicamente en producir un Lector Modelo capaz de hacer conjeturas sobre el mismo, la tarea del Lector Modelo consiste en encontrar un Autor Modelo, que no es el Autor Empírico y que se ajusta en última instancia a la intención del texto.
Identificar la intención de un texto significa identificar una estrategia semiótica. A veces, la estrategia semiótica se puede detectar en el terreno de las convenciones estilísticas establecidas. Si una historia comienza con «Érase una vez», tengo buenos motivos para pensar que se trata de un cuento de hadas, y que el Lector Modelo evocado y requerido es un niño (o un adulto ansioso por reaccionar con un espíritu infantil). Naturalmente, podría haber un matiz de ironía, y en ese caso el texto subsiguiente debería leerse de una forma más sofisticada. Pero aunque a medida que desciframos el texto podemos ver que es así como tiene que leerse, lo importante es que el texto finge empezar como un cuento de hadas.
Cuando un texto es lanzado al mundo como un mensaje en una botella —y esto sucede no solo con la poesía o la narrativa, sino también con libros como la Crítica de la razón purade Kant—, es decir, cuando un texto se produce no para un solo destinatario, sino para una comunidad de lectores, el autor sabe que no será interpretado de acuerdo con sus intenciones, sino de acuerdo con una compleja estrategia de interacciones que implica también a los lectores, junto con su competencia en su lenguaje como antología social. Con «antología social» no quiero decir solamente una lengua dada compuesta por una serie de reglas gramaticales, sino también toda la enciclopedia que han generado las ejecuciones de la lengua: las convenciones culturales que esa lengua ha producido y la historia de las interpretaciones previas de sus muchos textos, incluido el texto que el lector está leyendo.
El acto de leer tiene que tomar en consideración todos estos elementos, incluso siendo improbable que un solo lector los domine todos. Así que cada acto de lectura es una transacción compleja entre la competencia del lector (el conocimiento del mundo que posee el lector) y el tipo de competencia que un texto determinado requiere para ser leído de una manera «económica», o sea, de una manera que aumenta la comprensión y el disfrute del texto, y que viene apoyada por el contexto.
El Lector Modelo de una historia no es el Lector Empírico. Cuando leemos un texto, el Lector Empírico es usted, yo, cualquiera. Los Lectores Empíricos pueden leer de muchas maneras, y no existe ninguna ley que les diga cómo leer, porque a menudo usan el texto como vehículo de sus propias pasiones, que pueden venir de fuera del texto o que el texto puede despertar por casualidad.
Dejen que les cuente algunas situaciones divertidas en las que uno de mis lectores actuó como Lector Empírico, más que como Lector Modelo. Un amigo de la infancia al que no había visto durante años me escribió lo siguiente tras la publicación de mi segunda novela, El péndulo de Foucault. «Querido Umberto, no recuerdo haberte contado la patética historia de mis tíos, pero creo que has sido muy indiscreto al usarla en tu novela». Bien, resulta que en mi libro hay un par de episodios relativos a un tal tío Charles y una tal tía Catherine, que en la historia son el tío y la tía del protagonista, Jacopo Belbo. Es verdad que esas personas existieron. Con pocas modificaciones, yo estaba contando una historia de mi infancia sobre unos tíos míos, que por supuesto se llamaban de manera distinta que los personajes. Respondí a mi amigo diciendo que el tío Charles y la tía Catherine eran mis parientes, no los suyos (así que el coypright era mío), y que yo ni siquiera sabía que él tenía tíos o tías. Mi amigo se disculpó: la historia le había absorbido tanto que creyó reconocer acontecimientos que sucedieron a sus tíos, algo que no es imposible, ya que en tiempos de guerra (el período al que mi recuerdo retrocedía), cosas similares pueden suceder a diferentes tíos y tías.
¿Qué le había pasado a mi amigo? Había buscado en mi historia algo que estaba a su vez en su memoria personal. No interpretó mi texto, sino que más bien lo usó. Difícilmente se puede prohibir utilizar un texto para ensoñaciones personales; de hecho, todos lo hacemos a menudo, pero no se trata de un asunto público. Utilizar un texto de esa manera supone moverse dentro de él como si fuera nuestro propio diario íntimo.
Existen ciertas reglas del juego, y el Lector Modelo es alguien ansioso por jugar ese juego. Mi amigo olvidó el nombre del juego y sobrepuso sus propias expectativas como Lector Empírico con las expectativas que tenía el autor de un Lector Modelo.
En el capítulo 115 de El péndulo de Foucault, mi héroe, Casaubon, en la noche del 23 al 24 de junio de 1984, después de asistir a una ceremonia ocultista en el Conservatorio de Artes y Oficios de París, recorre a pie como poseído toda la rué Saint-Martín, cruza la rue aux Ours, llega al Centro Beaubourg, y luego a la iglesia de Saint-Merri. Después, continúa por varias calles, que en el libro figuran todas con sus nombres, hasta que llega a la place des Vosges.
Como he dicho anteriormente, para escribir ese capítulo recorrí la misma ruta varias noches, llevando una grabadora, anotando lo que veía y las impresiones que tenía (estoy revelando aquí mis métodos como Autor Empírico). Sin embargo, como tenía un programa de ordenador que me mostraba el aspecto del cielo a cualquier hora del día, en cualquier longitud o latitud, averigüé incluso que esa noche había luna, y que podía verse desde lugares concretos en momentos distintos. No hice eso porque quisiera emular el realismo de Émile Zola, sino (como ya he dicho) porque al narrar me gusta tener delante el escenario sobre el que estoy escribiendo.
Después de publicar la novela, recibí una carta de un hombre que era evidente que había ido a la Biblioteca Nacional para leer todos los periódicos del 24 de junio de 1984. Y descubrió que en la esquina de la rue Réaumur —que yo no nombraba, pero que atraviesa la rue Saint-Martin en un punto determinado—, después de medianoche, más o menos en el momento en que pasaba por allí Casaubon, se había producido un incendio, y tuvo que haber sido grande, ya que los diarios hablaron de él. El lector me preguntó cómo se las arregló Casaubon para no verlo.
Respondí que, ciertamente, Casaubon había visto el incendio, pero que no lo había mencionado por alguna misteriosa razón desconocida para mí, cosa que resultaba bastante verosímil en una historia tan cargada de misterios, verdaderos y falsos. Sin duda, mi lector sigue intentando averiguar por qué Casaubon guardó silencio sobre ese fuego, sospechando otra conspiración de los Caballeros Templarios. La verdad es que probablemente no pasé por esa esquina a medianoche, o que pasé justo antes de que se desatara el incendio o poco después de que fuera extinguido. No lo sé. Solo sé que mi lector usó mi texto para sus propios propósitos: quería que correspondiera en todo detalle con lo que había sucedido en el mundo real.
Ahora, dejen que les cuente otra historia sobre la misma noche. La diferencia es que, en el caso que acabo de mencionar, un lector quisquilloso quería que mi relato coincidiera con el mundo real, mientras que en el ejemplo que sigue los lectores querían que el mundo real se ajustara a mi ficción, un caso algo diferente y más gratificante.
Dos estudiantes de la Escuela de Bellas Artes de París vinieron a ensenarme un álbum de fotos en el que habían reconstruido la ruta entera de Casaubon. Habían encontrado y fotografiado todos los lugares que yo mencionaba, uno por uno, a la misma hora nocturna. AI final del capítulo 115, Casaubon sale de una alcantarilla y entra, por el sótano, en un bar asiático lleno de clientes sudorosos, barriletes de cerveza y esputos grasientos. Los estudiantes encontraron ese bar e hicieron una foto. No hace falta decir que el bar fue una invención mía, si bien lo diseñé pensando en los muchos bares de aquel vecindario; pero esos dos chavales habían descubierto sin duda el bar descrito en mi libro. Repito: esos estudiantes no sobrepusieron en su deber como Lectores Modelo la preocupación del Lector Empírico que quiere comprobar y ver si mi novela describía el París real. Más bien quisieron transformar el París «real» en un lugar que existía en mi libro. De hecho, de todo lo que pudieron haber encontrado en París, eligieron solo los aspectos que se ajustaban a las descripciones contenidas en mi texto.
Ese bar existía en mi texto, aun cuando yo creí que simplemente me lo había imaginado. Confrontada con su presencia en el texto, la intención del Autor Empírico se vuelve bastante irrelevante. A menudo, los autores dicen cosas de las que no son conscientes; solo después de recibir las reacciones de sus lectores descubren lo que han dicho.
Hay sin embargo un caso en el que puede resultar revelador fijarse en las intenciones del Autor Empírico. Es cuando el autor aún vive, los críticos han ofrecido sus interpretaciones del texto y se puede preguntar al autor o a la autora hasta qué punto, como persona empírica, fue consciente de las múltiples interpretaciones que sostiene el texto. En ese punto, la respuesta del autor no debería usarse para validar las interpretaciones del texto, sino para mostrar las discrepancias entre su intención y la intención del texto. El propósito del experimento es más teórico que crítico.
Finalmente, está el caso en que el autor es también un teórico textual. Ahí, el autor puede responder de dos maneras distintas. La respuesta podría ser: «No he querido decir eso, pero tengo que admitir que el texto lo dice, y agradezco al lector que me haya llamado la atención al respecto». O podría ser: «Independientemente del hecho de que no he querido decir esto, pienso que un lector razonable no debería aceptar semejante interpretación, porque es antieconómica».
Permitan que les explique ahora algunos casos en los que, como Autor Empírico, tuve que rendirme ante un lector que se había adherido a la intención de mi texto.
En Apostillas a «El nombre de la rosa», dije que sentí un estremecimiento de satisfacción al leer una reseña que citaba una observación de Guillermo al final del juicio, en el capítulo «Quinto día. Prima». «¿Qué es lo que más os aterra de la pureza?», pregunta Adso. Y Guillermo contesta: «La prisa». Me encantaron, y siguen encantándome, esas dos líneas. Pero entonces uno de mis lectores observó que en la misma página, Bernardo Gui, amenazando al cillerero con torturarle, dice: «Al contrario de lo que creían los pseudoapóstoles, la justicia no lleva prisa, y la de Dios tiene siglos por delante». El lector me preguntó con acierto qué conexión había querido yo establecer entre la prisa que temía Guillermo y la ausencia de prisa ensalzada por Bernardo. No fui capaz de responder.
De hecho, el intercambio entre Adso y Guillermo no existe en el manuscrito original; añadí ese breve diálogo en las galeradas, porque por razones de equilibrio y de ritmo, necesitaba insertar unas pocas líneas más antes de volver a cederle el escenario a Bernardo. Y olvidé por completo que, un poco más tarde, Bernardo habla de la prisa. Usa una expresión estereotipada, el tipo de frase que esperaríamos de un juez, un lugar común del tipo «todos somos iguales ante la ley». Y, ay de mí, yuxtapuesto con la prisa que menciona Guillermo, la prisa que menciona Bernardo da la impresión de que está diciendo algo fundamental en lugar de algo de carácter formulario; y está justificado que el lector se pregunte si los dos hombres están diciendo lo mismo o si el aborrecimiento de la prisa expresado por Guillermo no es imperceptiblemente diferente del aborrecimiento de la prisa expresado por Bernardo. El texto está ahí, y produce sus propios efectos. Tanto si así lo quise como si no, nos vemos ahí confrontados con una cuestión, una provocativa ambigüedad, y me pierdo a la hora de resolver ese conflicto, si bien me doy cuenta de que un significado está allí al acecho (quizá incluso muchos significados).
Un autor que titula su libro El nombre de la rosa tiene que estar dispuesto a tropezar con múltiples interpretaciones del título. Como Autor Empírico, escribí (en las Apostillas) que elegí ese título precisamente para dar libertad al lector: «La rosa es una figura simbólica tan densa que, por tener tantos significados, ya casi los ha perdido todos: rosa mística, y como rosa ha vivido lo que viven las rosas, la guerra de las Dos Rosas, una rosa es una rosa es una rosa, los rosacruces…». Por otra parte, un estudioso descubrió que algunos manuscritos tempranos de De contemptu mundi, de Bernard de Morlay —de donde tomé prestado el hexámetro que cierra mi novela: «Stat rosa prístina nomine, nomina nuda tenemus» («La rosa de antaño solo sobrevive en su nombre; los nombres, por sí solos, son todo lo que tenemos»)—, decían «Stat Roma pristina nomine», que al fin y al cabo suena más coherente con el resto del poema y sus alusiones a la Babilonia perdida[11]. Así que, de haber dado con una versión diferente del poema de Morlay, el título de mi novela podría haber sido El nombre de Roma (y hubiera adquirido matices fascistas).
Pero resulta que el título es El nombre de la rosa, y ahora entiendo lo difícil que era restringir las infinitas series de connotaciones que suscita la palabra «rosa». Podría haber intentado multiplicar las posibles lecturas hasta el extremo de que cada una de ellas se tornara irrelevante, y como resultado, hubiera producido una enorme e inevitable serie de interpretaciones. Pero el texto está ahí, por el mundo, y el Autor Empírico tiene que guardar silencio.
Cuando llamé «Casaubon» a uno de los personajes principales de El péndulo de Foucault, estaba pensando en Isaac Casaubon, quien demostró en 1614 que el Corpus Hermeticum era una falsificación; y leyendo El péndulo de Foucault, se encuentran algunos paralelismos entre lo que el gran filólogo entendió y lo que acaba entendiendo mi personaje. Fui consciente de que pocos lectores captarían la alusión, pero fui igualmente consciente de que, en términos de estrategia textual, ese conocimiento no era indispensable. (Quiero decir que se puede leer mi novela y entender a mi Casaubon sin saber nada del Casaubon histórico. A muchos autores les gusta meter determinadas contraseñas en sus textos en beneficio de unos pocos lectores experimentados). Antes de terminar mi novela, descubrí por casualidad que Casaubon también era un personaje deMiddlemarch, de George Eliot, una novela que yo había leído décadas atrás pero que había olvidado. Fue ese un caso en el que, como Autor Modelo, intenté eliminar una posible referencia a George Eliot. En el capítulo 10, la traducción española contiene el siguiente diálogo entre Belbo y Casaubon:
—… por cierto, ¿cuál es su nombre?
—Casaubon.
—¿No era un personaje de Middlemarch?
—No lo sé. De todas maneras, también era un filólogo del Renacimiento, creo. Pero no somos parientes[12].
Hice lo que pude para evitar lo que consideraba una referencia inútil a Mary Ann Evans. Pero luego, un lector astuto, David Robey, observó que el Casaubon de Eliot escribía un libro titulado Clave para todas las mitologías. Como Lector Modelo, me sentí obligado a aceptar esa asociación. El texto, sumado a unos conocimientos enciclopédicos, permite hallar esa relación a cualquier lector culto. Tiene sentido. Mal asunto para el Autor Empírico, que no es tan astuto como sus lectores.
Del mismo modo, mi novela se titula El péndulo de Foucault porque el péndulo del que habla lo inventó Léon Foucault. Si el artilugio lo hubiera inventado Ben Franklin, el título hubiera sido El péndulo de Franklin. Esta vez, fui consciente desde el principio de que alguien podría olerse una alusión a Michel Foucault: mis personajes están obsesionados por las analogías, y Foucault escribió sobre el paradigma de la similitud. Como Autor Empírico, no estaba satisfecho con ese posible vínculo. Suena como un chiste, y no un chiste inteligente. Pero el péndulo que inventó Léon era el héroe de mi relato, y fijaba el título; así, esperé que mi Lector Modelo no intentara establecer un vínculo superficial con Michel. Me equivoqué: muchos lectores astutos lo hicieron. El texto está ahí. Quizá tengan razón; quizá yo sea responsable de un chiste superficial; quizá el chiste no sea tan superficial. No lo sé. Ahora mismo el asunto está ya fuera de mi control.
Ahora vamos a fijarnos en casos en los que —aunque puede que haya olvidado mis intenciones iniciales, mientras actúo de Lector Modelo y examino el texto— creo que tengo derecho, como cualquier ser humano, a rechazar interpretaciones que no parecen económicas.
Helena Costiucovich, antes de traducir (magistralmente) al ruso El nombre de la rosa, escribió un largo ensayo sobre el libro[13]. En un determinado momento, menciona un libro de Émile Henriot titulado La Rose de Bratislava (1946), que trata de la caza de un misterioso manuscrito y concluye con la destrucción de una biblioteca por medio del fuego. La historia sucede en Praga, y al principio de mí novela yo menciono Praga. Además, uno de mis bibliotecarios se llama Berengario, y uno de los bibliotecarios del libro de Henriot también se llama Berengario.
Yo no había leído la novela de Henriot; ni siquiera sabía que existía. He leído interpretaciones en las que mis críticos consultan fuentes que yo conocía, y me alegré mucho de que descubrieran de una forma tan astuta lo que yo había escondido de una forma tan astuta para llevarles a encontrarlo, por ejemplo el hecho de que en Doctor Fausto, de Thomas Mann, Serenus Zeitblom y Adrian Leverkühn eran el modelo de la relación narrativa entre Adso y Guillermo en El nombre de la rosa. Los lectores me han informado de fuentes que yo desconocía, y me encantó ser considerado suficientemente erudito para citarlas (hace poco, un joven medievalista me dijo que Casiodoro, en el siglo VI, menciona a un bibliotecario ciego). He leído análisis críticos en los que el intérprete descubre influencias que yo no tenía en mente al escribir, pero que ciertamente se contaron entre mis lecturas de juventud; está claro que, de manera inconsciente, habían ejercido alguna influencia sobre mí. Mi amigo Giorgio Celli, por ejemplo, dijo que mis lectores de antaño incluyeron seguramente las novelas del escritor simbolista Dmitri Merezhkovski, y me di cuenta de que tenía razón.
Como lector ordinario de El nombre de la rosa (dejando aparte la circunstancia de que yo soy el autor del libro), creo que el razonamiento de Helena Costiucovich no demuestra nada interesante. La búsqueda de un misterioso manuscrito y la destrucción de una biblioteca por el fuego son tópicos literarios muy comunes, y podría citar muchos otros libros que los usan. Praga se menciona al principio de la novela, pero si en lugar de Praga hubiera mencionado Budapest, habría sido lo mismo. Praga no desempeña un papel crucial en el relato.
Por cierto, cuando El nombre de la rosa se tradujo en cierto país del bloque del Este, mucho antes de la perestroika, el traductor me llamó y me dijo que la referencia que abre la novela a la invasión de Checoslovaquia por parte de Rusia podría causar problemas. Respondí que no aprobaba modificación alguna de mi texto, y que si lo censuraban de cualquier manera, pediría responsabilidades al editor. Luego, en broma, añadí: «Menciono Praga al principio porque es una de mis ciudades mágicas. Pero también me gusta Dublín. Ponga "Dublín" en lugar de "Praga". No hay ninguna diferencia». El traductor protestó: «¡Pero Dublín no fue invadida por los rusos!». Y yo repliqué: «No es culpa mía».
Finalmente, los nombres «Berengario» y «Berngardo» podrían ser una coincidencia. En cualquier caso, el Lector Modelo debe admitir que las cuatro coincidencias —manuscrito, incendio, Praga y Berengario— son interesantes. Y como Autor Empírico, no tengo derecho a hacer objeciones. A pesar de todo esto, recientemente di con una copia del texto francés de Henriot, y descubrí que el nombre del bibliotecario de su libro no es Berngardo, sino Bernhard, Bernhard Marr. Probablemente Costiucovich se basara en una edición rusa que contenía una transliteración errónea de ese nombre del cirílico. Así que al menos una de las curiosas coincidencias queda eliminada, y mi Lector Modelo puede relajarse un poco.
Pero Helena Costiucovich escribió algo más a la hora de fijar paralelismos entre mi libro y el de Henriot. Dijo que en la novela de Henriot, el codiciado manuscrito era la copia original de las memorias de Casanova. Y resulta que en mi novela hay un personaje secundario llamado Hugo de Newcastle (en el original italiano, Ugo di Novocastro). La conclusión de Costiucovich es que «solo pasando de un nombre a otro es posible concebir el nombre de la rosa».
Como Autor Empírico, podría decir que Hugo de Newcastle no es una invención mía, sino un personaje histórico mencionado en las fuentes medievales que utilicé: el episodio del encuentro entre la delegación franciscana y los representantes del Papa procede realmente de una crónica del siglo XIV. Pero no se puede esperar que el lector lo sepa, y mi reacción no puede ser tenida en cuenta. Sin embargo, pienso que sí tengo el derecho a expresar mi opinión como lector ordinario. En primer lugar, «Newcastle» no es una traducción de «Casanova», que si acaso debería traducirse por «New House» (etimológicamente hablando, el significado del nombre latino «Novocastro» es «Ciudad Nueva» o «Campamento Nuevo»). Así que «Newcastle» sugiere «Casanova» de la misma manera que podría sugerir «Newton».
Pero hay otros elementos que pueden demostrar textualmente que la hipótesis de Costiucovich es antieconómica. En primer lugar, Hugo de Newcastle aparece en la novela desempeñando un papel muy marginal, y no tiene nada que ver con la biblioteca. Si el texto quisiera sugerir una relación oportuna entre Hugo y la biblioteca (así como entre él y el manuscrito), hubiera tenido que decir algo más. Pero en el texto no hay ni una palabra de eso. En segundo lugar, Casanova fue —al menos, de acuerdo con el conocimiento enciclopédico culturalmente compartido— un amante profesional y un calavera, pero en la novela nada deja asomo de duda sobre la virtud de Hugo. En tercer lugar, no hay ningún vínculo evidente entre un manuscrito de Casanova y un manuscrito de Aristóteles, y la novela no alude en ninguna parte al libertinaje como una forma de comportamiento elogiable. Como Lector Modelo de mi propia novela, me veo con derecho a decir que esa búsqueda de una «conexión Casanova» no lleva a ninguna parte.
Una vez, en un debate, un lector me preguntó qué quise decir con la frase «La felicidad suprema reside en tener lo que se tiene». Me desconcertó, y afirmé que yo jamás habría escrito esa frase. Estaba seguro de ello, y por muchas razones. En primer lugar, no creo que la felicidad resida en tener lo que uno tiene; ni siquiera Snoopy se atribuiría semejante banalidad. En segundo lugar, es poco probable que un personaje medieval piense que la felicidad reside en tener lo que uno tiene, ya que en la forma de pensar de la Edad Media, la felicidad era un estado futuro que se alcanzaba por medio del sufrimiento en el presente. De modo que repetí que yo nunca habría escrito esa frase, y mi interlocutor me miró como si fuera incapaz de distinguir lo que yo mismo he escrito.
Más tarde me tropecé con la frase. Sale en El nombre de la rosa, en la descripción del éxtasis erótico de Adso en la cocina. Este episodio, como puede adivinar fácilmente hasta el más torpe de mis lectores, está elaborado a partir de citas del Cantar de los Cantares y de la mística medieval. En cualquier caso, incluso no estando identificadas las fuentes, el lector puede ver que esas páginas describen los sentimientos de un hombre joven después de su primera (y probablemente última) experiencia sexual. Si releemos la frase en su contexto (quiero decir, en el contexto de la novela, no necesariamente en el contexto de las fuentes medievales), encontramos: «¡Oh, Señor! Cuando el alma cae en éxtasis, la única virtud reside en amar lo que se ve (¿verdad?), la máxima felicidad reside en tener lo que se tiene». O sea, «la felicidad reside en tener lo que se tiene» no en general, en cualquier momento de la vida, sino solamente en el momento de la visión extática. Es este un caso en el que resulta innecesario conocer la intención del Autor Empírico: la intención del texto es evidente. Y si las palabras inglesas tienen un sentido convencional, el verdadero sentido del texto no es el sentido que ese lector —obedeciendo a algún impulso de su idiosincrasia— creyó que quería transmitir. Entre la intención inaccesible del autor y la discutible intención del lector existe también una transparente intención del texto que descarta interpretaciones sin sostén.
Disfruté leyendo un hermoso libro de Robert F. Fleissner, A Rose by Another Name: A Survey on Literary Flora from Shakespeare to Eco (y espero que Shakespeare hubiera estado orgulloso de encontrar su nombre asociado al mío). Al hablar de los distintos vínculos que encontró entre mi rosa y todas las demás rosas de la literatura mundial, Fleissner dice algo bastante interesante: quiere hacer ver «cómo la rosa de Eco deriva deEl tratado naval de Doyle, que a su vez debe mucho a la admiración que Cuff siente por su flor en La piedra lunar»[14].
Pues bien, soy un adicto irredento a Wilkie Collins, pero no recuerdo (y tampoco lo recordé cuando escribía mi novela) que el personaje de Cuff tuviera una pasión por las rosas. Creo que he leído todo lo que escribió Arthur Conan Doyle, pero tengo que confesar que no recuerdo El tratado naval. Pero no importa: en mi novela hay tantas referencias explícitas a Sherlock Holmes que mi texto también puede sostener ese vínculo. Pero, a pesar de mi mente abierta, pienso que Fleissner sobreinterpreta cuando, al tratar de demostrar cuánto «eco» de la admiración de Holmes por las rosas hay en mi Guillermo, cita este pasaje de mi libro: «"Frangula", dijo de pronto Guillermo, inclinándose para observar una planta, que, como era invierno, reconoció por el arbusto. "La infusión de su corteza es buena"».
Es curioso que Fleissner corte su cita después de «buena». Tras una coma, mi texto continúa con «para las hemorroides». Sinceramente, creo que el Lector Modelo no está invitado a tomar «frangula» por una alusión a las rosas.
Giosuè Musca escribió un análisis crítico de El péndulo de Foucault que considero de los mejores que he leído en mi vida[15]. Ya desde el comienzo, admite haberse dejado corromper por el hábito de mis personajes de ir en búsqueda de analogías, y se pone a buscar relaciones. Señala de forma magistral muchas citas ocultas y analogías estilísticas que quise que fueran descubiertas; encuentra otras relaciones en las que yo no pensé, pero que suenan muy convincentes; y desempeña el papel de lector paranoico hallando relaciones que me asombran, pero que soy incapaz de desautorizar, incluso sabiendo que pueden distraer al lector. Por ejemplo, parece que el nombre del ordenador, Abulafía, junto con el nombre de tres de los principales personajes, Belbo, Casaubon y Diotallevi, se corresponden con las iniciales ABCD. No hace falta decir que hasta que terminé el manuscrito, el ordenador tenía un nombre distinto: los lectores podrían objetar que, inconscientemente, los cambié con el único fin de obtener una serie alfabética. Parece que a Jacopo Belbo le encanta el whisky, y sus iniciales son, y ya es raro, JB. No sirve de nada el reparo de que durante todo el proceso de escritura, su nombre no era Jacopo, sino Stefano, y que lo cambié por Jacopo en el último momento. No hay alusión alguna al whisky J&B.
Las únicas objeciones que puedo hacer a mi libro como Lector Modelo son 1) que la serie alfabética ABCD es textualmente irrelevante si los nombres del resto de personajes no alargan la cadena hasta X, Y y Z, y 2) que Belbo también toma martinis y, además, su leve adicción al alcohol no es su rasgo más importante.
En contraste con ello, no puedo discutir con mi lector cuando observa también que Cesare Pavese, un escritor al que amé y al que sigo amando, nació en un pueblo llamado Santo Stefano Belbo, y que mi Belbo, un melancólico piamontés, recuerda a Pavese. En efecto (aunque mi Lector Modelo se supone que no conoce este detalle), yo pasé mi infancia a las orillas del río Belbo, donde superé algunas de las pruebas que atribuyo a Jacopo Belbo. Es cierto que todo esto pasó hace mucho tiempo, antes de que yo empezara a conocer a Pavese, de modo que cambié el nombre original de Stefano Belbo por Jacopo Belbo precisamente para evitar una relación evidente con Pavese y Jacopo Belbo. Pero no era suficiente, y mi lector acertó al encontrar una relación entre Pavese y Jacopo Belbo. Probablemente, hubiera acertado igual si yo hubiera puesto a Belbo cualquier otro nombre.
Podría seguir con ejemplos de este tipo, pero me he decantado por mencionar solamente los que resultaban más elocuentes. He descartado otros casos, más complejos, porque me arriesgaba a adentrarme demasiado en asuntos de interpretación filosófica o estética. Espero que estarán ustedes de acuerdo en que he introducido al Autor Empírico en este juego solo para subrayar su irreíevancia y reafirmar los derechos del texto.
Sin embargo, a medida que me aproximo al final de mis observaciones, tengo la impresión de haber sido poco generoso con el Autor Empírico. Hay por lo menos un caso en que el testimonio del Autor Empírico cumple una función importante no tanto para permitir a los lectores entender mejor sus textos como para ayudarles a entender el impredecible devenir de todo proceso creativo. Comprender el proceso creativo significa también entender cómo ciertas soluciones textuales llegan por casualidad, o como resultado de mecanismos inconscientes. Eso nos ayuda a comprender la diferencia entre la estrategia del texto —un objeto lingüístico que los Lectores Modelo tienen ante sus ojos, posibilitándoles emitir juicios, independientemente de las intenciones del Autor Empírico— y la historia de la evolución de ese texto.
Algunos de los ejemplos que he ofrecido pueden funcionar en esa dirección. Permitan ahora que añada otros dos ejemplos curiosos, dotados de un rasgo especial: se refieren solamente a mi vida personal y carecen de un equivalente textual, detectable. En el negocio de la interpretación, son irrelevantes. Ilustran simplemente cómo un texto, que es un artefacto concebido para suscitar interpretaciones, acaba convirtiéndose a veces en un magma de origen profundo que no tiene nada que ver —o aún no lo tiene— con la literatura.
Primera historia. En El péndulo de Foucault, el joven Casaubon está enamorado de una chica brasileña llamada Amparo. Giosuè Musca encontró, burla burlando, una relación con el físico André-Marie Ampère, quien estudió la fuerza magnética entre las corrientes eléctricas. Demasiado astuto. No sé por qué escogí ese nombre. Me di cuenta de que no era un nombre brasileño, así que decidí escribir (en el capítulo 23) lo siguiente: «Nunca he entendido por qué esa descendiente de holandeses afincados en Recife y mezclados con indios y con negros sudaneses, con el rostro de una jamaicana y la cultura de una parisina, tenía un nombre español». En otras palabras, escogí el nombre de «Amparo» como si hubiera venido de fuera de mi novela.
Meses después de la publicación del libro, un amigo me preguntó: «¿Por qué "Amparo"? ¿No es el nombre de una montaña, o de una chica que está mirando una montaña?». Y a continuación, explicó: «Hay una canción, "Guajira Guantanamera", en la que sale algo como "Amparo"». Oh, Dios mío. Conocía muy bien esa canción, aunque no recordaba ni una palabra de la letra. La cantaba a mediados de los años cincuenta una chica de la que estuve entonces enamorado. Era latinoamericana, y muy hermosa. No era brasileña, ni marxista, ni negra ni histérica como Amparo; pero está claro que, al inventarme a la encantadora chica latinoamericana, pensé inconscientemente en esa otra imagen de mi juventud, cuando tenía la edad de Casaubon. Había pensado en esa canción, y de alguna manera el nombre de «Amparo», que había olvidado por completo, emigró de mi inconsciente a la página. Esta historia es completamente irrelevante para la interpretación de la novela. Por lo que se refiere al texto, Amparo es Amparo es Amparo es Amparo.
Segunda historia. Quienes han leído El nombre de la rosa saben que trata de un misterioso manuscrito, que esa obra perdida es el segundo libro de la Poética de Aristóteles, que sus páginas están impregnadas de veneno y que viene descrito (en el capítulo «Séptimo día. Noche») así: «Leyó en voz alta la primera página y después no siguió, como si no le interesase saber más. Hojeó rápidamente las otras páginas, hasta que de pronto encontró resistencia, porque en la parte superior del margen lateral, y a lo largo del borde, los folios estaban pegados unos con otros, como sucede cuando —al humedecerse y deteriorarse— la materia con que están hechos se convierte en una cola viscosa».
Escribí esas líneas a finales de 1979. En los años siguientes, y quizá porque tras publicarEl nombre de la rosa empecé a tratar más a menudo a bibliotecarios y coleccionistas de libros (y ciertamente porque tenía un poco más de dinero a mi disposición), me convertí en un coleccionista de libros raros. Había sucedido antes, en el transcurso de mi vida, que yo comprara algún libro viejo, pero lo había hecho por casualidad, y solamente si eran baratos. Solo en los últimos veinticinco años he sido un coleccionista serio de libros, y «serio» significa que uno tiene que consultar catálogos especializados y tiene que escribir, para cada libro, una ficha técnica, que incluya el cotejo, la información histórica sobre las ediciones previas y posteriores, y una descripción precisa del estado físico de la copia. Esta última tarea requiere una jerga técnica para especificar si el libro tiene manchas amarillentas o está amarronado, si presenta restos de humedad o está manchado, si tiene hojas con una capa acuática o almidonadas, márgenes recortados, borraduras, una encuadernación endurecida, juntas rozadas, etcétera.
Un día, hurgando en los estantes superiores de la librería de mi casa, encontré una copia de la Poética de Aristóteles anotada por Antonio Riccoboni, Padua, 1587. Lo había olvidado por completo. La cifra 1000 estaba escrita en lápiz en la guarda, y eso significaba que compré el libro en alguna parte por 1000 liras (hoy, unos setenta céntimos de dólar), probablemente en los años cincuenta. Mis catálogos decían que se trataba de una segunda edición, no excesivamente rara, y qué había una copia en el Museo Británico. Pero me gustaba tenerlo porque por lo visto era difícil de encontrar, y en cualquier caso un comentario de Riccoboni era menos conocido y se citaba menos que, digamos, los de Robortello o Castelvetro.
Así que empecé a escribir mí descripción. Copié la página del título y descubrí que la edición tenía un apéndice titulado «Ejusdem Ars Cómica ex Aristotele», que decía presentar el libro perdido de Aristóteles sobre la comedia. Evidentemente, Riccoboni había intentado reconstruir el segundo libro perdido de la Poética. No era ese, sin embargo, un empeño insólito, y continué completando la descripción física del volumen. Entonces tuve una experiencia similar a la de un tal Zasetsky, descrita por el neuropsicólogo soviético A. R. Luria[16]. Zasetsky perdió parte de su cerebro durante la Segunda Guerra Mundial, y con ello toda su memoria y su capacidad de hablar, aunque sí podía escribir. Su mano escribía automáticamente toda la información que él era incapaz de pensar, y paso a paso reconstruyó su propia identidad leyendo lo que había escrito.
De modo similar, yo contemplaba el libro de una manera fría y técnica, redactando mi descripción, cuando de repente me di cuenta de que estaba reescribiendo El nombre de la rosa. La única diferencia era que a partir de la página 120, cuando empieza la Ars Cómica, los márgenes inferiores estaban seriamente dañados, más que los superiores, pero el resto era el mismo. Las páginas, progresivamente amarronadas y manchadas de humedad, se pegaban en los bordes, y parecía que hubieran sido embadurnadas con una repugnante sustancia viscosa.
Tenía en mis manos, en forma impresa, el manuscrito que había descrito en mi novela. Lo había tenido durante años en una estantería de mi casa.
No fue una coincidencia extraordinaria, como tampoco un milagro. Compré el libro en mi juventud, le eché una ojeada, me di cuenta de que estaba muy manchado, lo puse en alguna parte y me olvidé de él. Pero, mediante una especie de cámara interna, yo había fotografiado esas páginas, y durante décadas la imagen de esas hojas venenosas se quedó en la parte más recóndita de mi alma, hasta el momento en que resurgió —no sé por qué—, y creí que había inventado el libro.
Esta historia, como la primera, no tiene nada que ver con una posible interpretación de El nombre de la rosa. La moraleja, si tiene alguna, es que la vida privada de los Autores Empíricos es, hasta cierto punto, incluso más insondable que sus textos. Entre la misteriosa historia de una creación textual y la incontrolable deriva de sus lecturas futuras, el texto qua texto no deja de representar una presencia reconfortante, un punto al que podemos agarrarnos con rapidez.
Notas [7] Umberto Eco, Obra abierta, Barcelona, Ariel, 1979.
[8] Véase Jacques Derrida, «Signature Event Context» (1971), Glyph, I (1977), pp. 172-177, reimpreso en Derrida, Limited Inc., y John Searle, «Reiterating the Differences: A Reply to Derrida», Glyph, 1 (1977), pp. 198-208, reimpreso en Searle, The Construction of Social Reality, Nueva York, Free Press, 1995 (hay trad. cast.: La construcción de la realidad social, Barcelona, Paidós Ibérica, 1997).
[9] Véase Philip L. Graham, «Late Historical Events», A Wake Newslitter (octubre de 1964), pp. 13-14; Nathan Halper, «Notes on Late Historical Events», A Wake Newslitter (octubre de 1965), pp. 15-16.
[10] Ruth von Phul, «Late Historical Events», A Wake Newslitter (diciembre de 1965), pp. 14-15.
[11] Hay que observar, sin embargo, que en términos de cantidad silábica, la o de «Roma» es larga, de modo que el dáctilo inicial del hexámetro no funcionaría. «Rosa» es por lo tanto la lectura correcta.
[12] Umberto Eco, El péndulo de Foucault, Barcelona, Lumen. Traducción de R.P., revisada por Helena Lozano.
[13] Helena Costiucovich, «Umberto Eco: Imia Rosi», Sovriemiennaya hudoziestviennaya literatura za rubiezom, 5 (1982), pp. 101 y ss.
[14] Robert R Fleissner, A Rose by Another Name: A Survey of Literary Flora from Shakespeare to Eco, West Cornwall (Reino Unido), Locust Hill Press, 1989, p. 139.
[15] Giosuè Musca, «La camicia del nesso» Quaderni Medievali, 27 (1989).
[16] A. R Luria, The Man with a Shattered World: The History of a Brain Wound, Cambridge (Massachusetts), Harvard University Press, 1987 (hay trad. cast.: Mundo perdido y recuperado: historia deuna lesión, Oviedo, KRK, 2010).
Confesiones de un joven novelistaTítulo original: Confessions of a Young NovelistUmberto Eco, 2011Traducción: Guillem Sans MoraFoto: UE en Milan © Ferdinando Scianna/Magnum Photos